I
Todos, en Montauban, os hablarán del museo del excelente señor
Godefroy; es, en cierto modo, una de las glorias de la ciudad. La vieja señorita
Lecef, conocida hasta en Moissac por su autoridad en tal materia, dice a los
forasteros que desembarcan en la cabecera del departamento de Tarn y Garona:
-Aquí tenemos el monumento de Ingres, la catedral, la
plaza Nacional y el museo del señor Godefroy.
En realidad, ese hombre feliz es un ejemplo viviente de la
dicha en la tierra. Tiene cincuenta años, una bonita fortuna y una salud de
hierro; no es gordo ni flaco; su apetito es excelente; posee buenos amigos, una
hija renombrada entre las beldades del Quercy y una hermana romántica; por
último no tiene ni envidiosos, ni opiniones políticas, lo que le permite
llevarse bien con los protestantes y los católicos.
Las guerras de religión han muerto; han muerto, asimismo, los
odios de antaño que ensangrentaron las familias montaubanesas. No obstante, el
pasado revive todavía en las dos grandes divisiones de la ciudad, los
protestantes y los católicos, y si ya no se ahorcan, se celan los unos a los
otros. Como aquéllos son más ricos que éstos, tendrían mayor influencia, a no
ser su escaso número. A despecho de este número, Montauban posee una de las
pocas facultades de teología protestante. Los celos no son simplemente
superficiales; se tratan poco entre ellos. Sin el famoso museo de arqueología,
la casa del señor Godefroy no sería, como lo es, un terreno neutral donde los
adversarios abdican de sus rivalidades.
Empezó reuniendo algunos amigos los jueves por la noche.
Se jugaba al whist y al cachete; luego, por pedido general, se agregó el
domingo al jueves. Por último, se acostumbraron, poco a poco, a ir todas las
noches a la casa de la calle Corail. Los tertulianos encontraban siempre una
taza de té y un poco de música: Edith, la hija del señor Godefroy, cantaba
deliciosamente y sin hacerse rogar. Gracias a su tía, la señorita Cesarina,
solterona de cuarenta y cinco años, alegre, espiritual y vivaracha, era seguro
hallar sobre la mesa los libros nuevos, sobre todo las revistas. No era
necesario tanto, en una ciudad donde no hay recibos, para que todos prohijaran
el salón de la calle Corail. Claro que no hablo de la nobleza, como se
dice aún en el Mediodía. La nobleza no se trata con nadie. Desde hace
cuarenta años, la nobleza está disgustada con Francia.