Se abren a la vista numerosas fuentes y escudillas con su abundancia de los más variados manjares que difícilmente saciarían a un nórdico, a lo sumo estimularían o arruinarían su apetito. Un inglés, por ejemplo, ansioso de comer un roastbeef, o muttonchops, se sentiría amargamente decepcionado. El criollo, a semejanza del francés, se empapuja con salsitas y diminutos platillos que naturalmente sacian el hambre por poco tiempo y en los lugares de clima cálido éste vuelve a manifestarse pronto en forma de sed que se apaga con toda clase de frutas deliciosas que la tierra ofrece en abundancia. En general, se observa una predilección por los alimentos vegetales en contra de los de origen animal y aun cuando el criollo rico paga caro su cocinero francés, pues así lo exige el buen tono, se vuelca de preferencia a las comidas criollas. Para el paladar alemán y el francés, el excesivo uso de aceite, pimienta de Cayena y pimentón constituyen agregados indeseables. Para apreciarlos es necesario tener un gosier pavé.
Antes de ser levantada la mesa, los comensales se retiran a la estancia contigua o al jardín si se trata de una mansión de campo, para evitar el olor de las sobras de las comidas y de los vinos y no obstaculizar el desagradable menester de levantar los platos, tarea propia de los sirvientes, antes de ser desplegada la nueva decoración. A los pocos minutos regresan a la mesa que ofrece la más rica abundancia de aromáticas frutas, postres y todas las confituras imagiables servidas en finísima vajilla de cristal y porcelana.
Cuando el almuerzo se sirve en el campo y en particular cuando honra la mesa un huésped, ésta se decora con las flores más lujuriosas que con su maravilloso colorido y su fragancia exótica contribuyen a acrecentar los goces del sentido del gusto. A diferencia de esta ostentación de vajillas de plata, cristal y porcelana, de manjares exquisitos que a menudo elevan un solo almuerzo a más de cuatro mil pesos, las comidas de la clase media se componen de cebollas y otros aditamentos meridionales.
Concluido el almuerzo, comienza la verdadera vida en La Habana. Mientras por la mañana los negocios eran el único objeto del movimiento, y comerciantes presurosos, carretas cargadas de fardos, panaderos y verduleros, campesinos venidos a la ciudad para vender sus gallinas y avisos llenaban las calles y las plazas, el atardecer es la hora de la distinción y el habanero sale de su casa acicalado con el traje parisino más novedoso y rebuscado. Frente a todas las puertas aguardan las volantas que pronto son ocupadas por damas vestidas de blanco y parten hacia la Alameda de la reina Isabel. Adelantémonos para ver mejor a las bellas cubanas.