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Guardias montados y ordenanzas se abren camino entre la multitud que se aparta espantada. A las nueve de la mañana la agitación comienza a ceder. La hora del desayuno llama a retirarse de los abrasadores rayos del sol. A las horas del día en que en Europa septentrional y central la vida cuyas calles es más animada, en La Habana rige un solemne silencio. El carretero duerme a la sombra de su vehículo, el vendedor de ananaes se queda plácidamente amodorrado junto a sus frutas, al amparo del techo de lona. En cambio, en los cafés despierta una actividad tanto más animada. El tintineo de las copas se mezcla con el ruido de los jugadores de billar, la lonja está colmada de huéspedes, en su mayoría espectadores ociosos que han ido a ponerse a resguardo del sol. Finalmente, hacia las dos de la tarde empieza a manifestarse en las calles signos de un movimiento perezoso. Sólo se ven cargadores negros y carreteros que arrastran sobre sus carros de dos ruedas, tira(los por un solo animal, toneles, cajones o fardos. Pronto aparece aquí y allí una que otra volanta, esos originales carruajes habaneros que llevan a los visitantes a distintos lugares, pues en esos momentos como a cualquier hora del día es tiempo de recepción en La Habana. Recibir una visita a cada minuto y verse obligado a dejar de lado cualquier ocupación -aunque no sea sino meditar sin ser importunado- es una incomodidad que sin duda sorprenderá al europeo a quien en su afición al retiro siempre le falta tiempo para estar solo en paz. Pero para juzgar correctamente esta costumbre habanera deben tenerse en cuenta dos circunstancias: en primer lugar la ociocidad de las mujeres, pues son pocas las que tocan al piano, bordan o hacen algo más sólido, como confeccionar pañales y ropas para las esclavas, en gran parte porque tales menesteres se dejan en manos de éstas. En segundo lugar, el trato mucho más amistoso y fraternal existente entre los conocidos, -del cual nosotros los nórdicos difícilmente podemos hacernos una idea-, no les permite aprovechar los momentos de ocio para pensar y estudiar como es habitual entre nosotros. El cordial saludo de despedida -¡Adiós! ¡Hasta cada momento!- no es una mera fórmula, un modismo, como los que usarnos los nórdicos apelando a nuestro inagotable léxico, sino un hecho. Por cierto, las puertas están siempre abiertas para el huésped y su silla arrimada a la mesa tendida. La libertad del trato tiene además otras facetas, una obligación a la que el europeo sólo se sometería a duras penas. Si nos sentamos al piano, si pulsamos las cuerdas de una guitarra, si escapa una melodía de nuestra garganta no prevista para una audiencia comienza a moverse en todos los aposentos y corredores una horda de negros, que en las casas opulentas superan el centenar. Se sientan en sillas y bancos y, pronto te encuentras rodeado de un público agradecido al que no se le escapa ningún son de tu instrumento, ni movimiento alguno de tus labios. O bien estás sentado trabajando, sumido en tus pensamientos y de pronto se abre la puerta que jamás está cerrada con llave, una figura oscura se escurre dentro del aposento y tú no le prestas más atención en la creencia que se ocupará de algún menester doméstico. Como vuelve a hacerse el silencio levantas la vista y te encuentras a una negra cómodamente sentada en un elegante mueble, que te contempla imperturbable. Le preguntas asombrado cómo ha logrado llegar hasta allí y te deja estupefacto con un pedido: quiere que le regales un medio, pues ese es el único objeto de su presencia.

 
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La vida cotidiana de La Habana de Jegor von Sivers   La vida cotidiana de La Habana
de Jegor von Sivers

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