Los niños de la clase obrera y los de los pequeños comerciantes andan desnudos hasta la edad de cinco y seis años y por cierto se los encuentra en las callejuelas en ese estado. Los rapaces negros andan desnudos hasta los ocho años por economía y por comodidad y, por consiguiente, las habaneras están acostumbradas desde criaturas a ver tales cosas. Bajo la ardiente canícula no es raro encontrar en la calle negras con la mitad del cuerpo desnudo, un cigarro entre los labios, una cesta con frutas sobre la cabeza y una lío de ropa bajo el brazo, que transitan sin la menor turbación.
Al igual que en la América septentrional, en La Habana se descuida la educación de los niños dentro del hogar. El niño hace lo que le viene en ganas sin ser reprendido por sus padres. Los mayores brindan a la juventud la libertad que ellos mismos disfrutaron. El varón, apenas llegado a los catorce años, sale en su volanta, sin más compañía que la de un negro, visita a sus amigos con quienes almuerza y comparte toda clase de diversiones.
La vestimenta de los niños pequeños supera en lujo y ligereza a la de las mujeres. Una camisita de linón que cubre apenas hasta la rodilla, con profundo escote, adornado con puntillas sobre el pecho, sin mangas y que se sujeta a los hombros mediante moños, es todo su atavío y el párvulo juega sobre las esteras con libre gozo.
La criolla hispánica es de mediana estatura, de formas exuberantes y tez de color suave, cuyo pálido y aterciopelado matiz armoniza a las mil maravillas con sus ojos negros y su cabello oscuro de reflejos azulados. La frente es más ancha que alta, la nariz fina y recta, los labios finos, los senos turgentes y libres, la cintura esbelta pero sin la ayuda de artificios, el vestido no muy largo no llega a cubrir el pie que compite con los más raros por la belleza de su forma y su pequeñez. La hamaca, donde hasta hace un momento estaba reclinada la Doña, lanzando al aire el aroma de su cigarrillo en graciosas volutas, ha quedado vacía. El sol retira sus rayos abrasadores del patio cerrado de la casa. La mesa ya está dispuesta y una bandada de sirvientes negros contempla con la mayor devoción a los comensales que hacen su aparición en el comedor y van a ocupar su lugar en la mesa: la dueña de casa o la abuela, afanosa por servir a todos, en la cabecera. En América Latina la mujer goza de alta estima. No es objeto de las ridículas cortesías que el norteamericano suele tributar a toda clase de criatura que no sea el hombre, sino es enaltecida por un matriarcal respeto cuando los años blanquean su cabeza y es agasajada con gentil veneración en tanto su rostro irradia los encantos de la juventud. Encontraremos a las mujeres en el Paseo y en los salones y comprenderemos qué les confirió el nombre de la criatura traviesa, la observaremos asomada a la reja de su ventana y cada nueva ocasión vendrá a confirmar nuestro juicio.
Pero no olvidemos nuestra descripción de un día habanero pues los señores de la casa ya se han sentado a la mesa que compite con la cocina de Francia en la delicadeza de los variados platos preparados. El criollo es más gastrónomo que el francés y particularmente en las clases superiores, en la sociedad de los acaudalados, impera la ostentación más inusitada.