En estas circunstancias camino nos hicimos hasta la casa de mi
padre en la corte. Me recibió éste en graves avíos, los que juntamente a su
talante severo y a su figura enjuta, frenaron todos mis naturales deseos de
abrazarle. En el zaguán mismo, me incliné y le besé la mano en señal de respeto.
Él, cariacontecido, le echó un vistazo a mi continente e indumento para terminar
por decir:
-Tal desnudez en el rostro y ringorangos en el ropaje son
impropias de un español en los presentes momentos de desconsuelo. A cuyo pesar,
hijo, me gratulo que estés de vuelta y goces de buena salud.
Y acercándose a Liborio, que se le tiró a los pies, le puso la
mano en la cabeza y le dijo:
-En cuanto a ti, perillán, también me alegro de verte.