Libreta
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Cuando regresé a España reinaba nuestro monarca don Carlos II,
mentado el Hechizado por el pueblo. Último de la dinastía de los Austrias, Dios
Nuestro Señor no tuvo a bien otorgarle las virtudes de sabiduría y buen gobierno
que tuvieran sus preclaros antecesores el emperador Carlos o el gran Felipe II,
ni la donosura y mecenazgo que para con pintores, literatos, dramaturgos y toda
clase de artistas otorgaron su abuelo Felipe III y su padre, don Felipe IV.
Yo, de estirpe de gentilhombres, acababa de dejar la refinada y
licenciosa corte francesa, donde damas y caballeros, a la sombra benévola de
Luis XIV, se entregaban a lúdicos trajines, intrigas palaciegas y altas
políticas que mezclaban tronos con refocile, duques con villanas, princesas con
comediantes y, en general, refinamiento y gran progreso con libertinaje. En este
ambiente ocurrió que yo, joven hidalgo español, perdí mi inocencia tanto en
negocios políticos como cortesanos o morales, pero más en particular en aquellos
que a la castidad se refieren. Y a fuer de sincero, he de añadir aquí que no los
perdí con apenamiento o contrición, sino todo lo contrario, ya que de mal nacido
sería que yo desdeñara lo que damas del más diverso fuste me ofrendaron en sus
lechos.