Mis hábitos aprendidos de París pudieron más que el místico
ambiente del recoleto oratorio. Y mientras los aromas a inciensos y cirios me
llegaban al olfato, me complací en imaginar los olores de aquellas mujeres,
fuesen ellas quienes fuesen. Sólo me dije que cada cual a su manera eran dos
reales hembras. Una, de juventud inmaculada, con un toque de misterio en el
gesto. La otra, de serena belleza, tal vez con una pizca de más en los mofletes,
aunque me consolé diciéndome que más sabrosos serían para el muerdo.
Bien sabe Dios que tengo un santo temor de Él. Pero es Satanás
quien maneja las tentaciones. Y aquellas hermosas desconocidas eran obra del
demonio, que me las había puesto delante para tentarme. Y en especial, la dama
opulenta, porque la otra, sin duda de perfil más delicado, mostraba unción de
virgen, y yo a las vírgenes siempre les he hecho ¡zape! Porque aunque se ponen
muy alborotadas con los manoseos, en cuanto suena la hora de la estocada, se
tornan temerosas y huidizas y no es raro que te dejen con un palmo de narices y
un par de palmos de otra cosa para la que no encuentras el urgente cobijo que
precisa. Las casadas suelen ser menos espantadizas, pues ellas mismas te
conducen con maña al sitio apropiado y con mucho gusto, a juzgar por los
suspiros que echan durante la faena.