En mi retorno a Madrid varias fueron las razones que
intervinieron, siendo una que mi señor padre, harto de costear mis andanzas en
París y las facturas de sastres, zapateros, joyeros, carroceros y otros
artífices y artesanos, me mandó recado de que había cerrado la bolsa, ya que a
tal monto habían ascendido mis gastos que para pagarlos tuvo mi progenitor que
enajenar la casa solariega de Medina del Campo, buena parte de la cuadra de
jamelgos y hasta un par de títulos de nobleza, escasamente dotados en especie,
pero de gran abolengo en cuanto a sangre. Flaco de dineros, e inclinado a los
juegos de azar, hice acopio de deudas, de tal modo que un par de judíos
prestamistas ni a sol ni sombra me dejaban, amenazándome con los justicias, y
por ende con la negra sombra de la cárcel. Por si esto fuera poco, un francés,
bastardo sin duda del moro Otelo, y el más experto espadachín de toda Francia,
andaba a mi zaga para ensartarme apenas me echara ojo encima, por el solo motivo
de sorprenderme in fraganti con su amante, la dulce y pequeña Louise. Y
mi última razón fue el don.
Quizá sea éste asunto que merezca explicación aparte, pues es
algo que ha trastocado mi existencia, y que si al principio a gala lo mantuve, a
la postre no pocos quebraderos de cabeza me ha proporcionado. Ignoro la razón y
modos por los que tal prodigio en mí ha recaído, y de cuyos detalles y
consecuencias más tarde hablaré, pues por tales venturas y desventuras me ha
hecho pasar que no sé si de tenerlo debo por maravilla inigualable o por la más
detestable de las maldiciones. Porque una vez se corrió por los mentideros de
París que yo era portador de semejante portento, fue tal el acoso al que mi
naturaleza se vio sometida que, apenas tuve un respiro, le ordené a mi sirviente
Liborio hiciera un atadijo con cuatro útiles y preparara la marcha.