Cuando quise percatarme, mis rezos se habían convertido en
obscenidades, ya que aquella dama de tan colmada hermosura y sincera devoción,
se me apareció con las ropas caídas, hasta las más privadas, mostrándome la
suave molla de sus nalgas, el macizo oscilar de sus tetas, y allá, entre sus
bajos, un penumbroso y rebelde remolino.
Debiera decir que ante lo impío de mi discurrir, rayano con la
profanación, el arrepentimiento y el bochorno me inundaron, pero lo cierto es
que me sentí gozoso y con la virilidad izándoseme como vela inflada por el
viento. Pese a todo, y en especial por no producir escándalo, apenas vi que el
asunto engordaba en desmesura, me santigüé a toda prisa y con la mayor ligereza
abandoné el sacro lugar.