Al llegar al oratorio reparamos que no estaba vacío.
Los tres reclinatorios que mi familia tenía destinados a los
invitados principales se hallaban ocupados. Damas eran las ocupantes y una de
ellas, mi hermana. A nuestros pasos, tal vez en exceso sonoros, fue la única que
volvió la cabeza. No perdió su pía compostura, pero por sus ojos, de la suavidad
y anchura de un río, le salió un mohín de bienvenida. Luego, los regresó al
breviario.
Las otras dos ni siquiera se menearon. Me quedé al fondo del
oratorio y Liborio tras de mí. Desde allí, y mientras bisbiseaba unos Pater
Noster, fisgué a mi gusto a las damas. Me resultaron desconocidas. Una, que
por la edad de mi hermana debía de rondar unos diecisiete abriles, le di yo, era
pálida y dorada, ya que sus cabellos, recogidos en suave moño, soltaban visos
bajo el encaje de la toquilla. No pude por menos de admirar su ensimismamiento
en la oración. La otra era mujer madura y opulenta, con la belleza exultante que
yo viera en las pinturas de Rubens o en las osadas estampas de Julio Romano.
Ambas vestían de oscuras ropas, como la mayoría de la gente en la corte.