Y volvió a estrujarme con renovado afán mientras Liborio, a
pocas dudas para alejarse de la tormenta que por el lado de mi padre se cernía,
le buscaba la mano para besársela. Una vez pasaron las primeras efusiones, mi
madre se encaró conmigo:
-Hijo, no es de mi incumbencia hablar de los asuntos que a casa
te han devuelto. De ellos tratarás con tu padre. Pero sí lo haré en lo que a
devociones se refiere.
Era mi madre una dama regordeta y de sano talante, rondaba la
cincuentena, y no gustaba de enojos. Todo lo componía con rezos, amables
consejos y alguna que otra penitencia. Por eso no me admiró lo que a seguido me
dijo:
-Las calderas de Pedro Botero deben de ser ese lugar de donde
has venido, ya que hasta a pecado hueles. De modo que para darle un primer
aclarado a tu alma preséntate al instante en el oratorio y haz acto de
contrición. Mañana tomarás confesión con el señor abad. Y tú, Liborio, ya que
has sido de tu amo tan buen espolique en la venalidad, acompáñale al oratorio y
haz otro tanto.