Y se encaminó para el interior de la morada hasta un salón de
claridades acenizadas donde tomó asiento en un solio de nogal y cuero. Su cana
cabeza se rodeó como de un nimbo de pavesas que venía de un angosto tragaluz en
la pared. Durante un rato quedó caviloso y sin cesar de posar en mí una vacua
mirada.
-Hijo mío -habló al cabo-, no me han envanecido las nuevas que
de ti me han llegado desde esa corte francesa adonde te mandé para que tomaras
educación y buenas maneras. En malhora lo debí de hacer porque me temo que allí
hayas aprendido más tunanterías que cosa de provecho. Pero joven eres y tiempo
de enderezarte habrá.
Volvió a guardar silencio, y, por un rato, lo mismo hicimos yo
y Liborio, el cual se había puesto a mis espaldas por evitar que el viejo
reparara en él y no le cayera el mismo sofión que a mí.