No pudo sacársele de ahí. Ni objeciones irrefutables, ni preguntas más o menos capciosas - que la ley repudia, - pero que la práctica utiliza - lograron conmoverlo ni turbarlo. El, solo él, había asesinado a Elena Van Emelghem... porque sí.
La "parte civil y el Procurador del Rey volvieron a la carga con ímpetu arrollador, aprovechando el terreno tan bien preparado para la más implacable "vindicta pública". El defensor de Delandsheere, Maître Conrardt, estuvo admirable, y en su peroración conmovió al jurado, diciendo que no debía ni podía condenar a un inocente mientras el culpable reía disimulado en la sombra - y al decirlo miró a Amelia, perdida entre los demás testigos, demacrada, muda, inmóvil, como una muerta. El jurado se retiró a deliberar, y media hora después su presidente leyó el veredicto condenatorio, que ni siquiera admitía circunstancias atenuantes...
Me precipité a la puerta de la sala para esperar a Amelia; tenía necesidad de penetrar en el alma de esa mujer. Salió erguida, impasible al parecer, pero rígida como un autómata. Muchas señoras y otros tantos caballeros la rodeaban, presentándole sus molestas condolencias. En cuanto me vio se asió de mi brazo.
-¡Líbreme usted de importunos! - exclamó bien alto, para que todos la oyeran.
La acompañé hasta su carruaje, que aguardaba a la puerta del Palacio de justicia. No me había hablado palabra, pero al despedirse dijo:
-Venga a verme dentro de un mes: tengo que pedirle consejo.
Fui puntual por compasión hacia Luis, por una como malsana simpatía hacia Amelia, y también -quizá sobre todo ¡Dios me perdone! - por curiosidad. ¿Qué iba a decirme madama Delandsheere? ¿Qué consejo esperaba de mí?
-Yo he asesinado a Elena Van Enielghem me confesó exabrupto en cuanto estuvimos solos.
-Ya lo sabía - repliqué.
Se quedó mirándome, atónita, luego bajó los ojos y trató de explicarme, con voz profunda su amor, sus celos, su desesperación, su malbaratada para siempre, su locura vengativa
- Iba resuelta a matarlo junto con ella, pero me faltó valor. Después, cuando se entregó a la justicia acusándose él mismo, se me ofreció la manera de completar la venganza haciéndole cárcel y el escarnio, pero sin perdonarle tampoco. Así, cuando pude verlo en la cárcel le dicte la sentencia: "Tengo como lo sabes, tu absolución en la mano - le dije - con una palabra mía quedarías inmediatamente en libertad. Diré esa palabra. No, no protestes, mi resolución es irrevocable. Pero no pienso pronunciarla todavía. Quiero que sufras, quiero que pagues cuanto me has hecho sufrir. Quiero que te abrume la doble vergüenza de verte condenar primero, y de ver condenar enseguida mujer que lleva tu nombre!:... "¡Oh señor Van Wintham! no crea usted que me arrepiento yo también... ¡yo también he muerto asesinada por Elena y por él! ...
Respeté largo rato su silencio, y luego le pregunté con severidad:
-¿Y qué consejo aguarda usted de mí, señora? ¿Todavía la anima el deseo de vengarse?