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-El mismo fue a entregarse a la Permanencia de la Policía - dijo el comisario. - Parecía desesperado por lo que ha hecho.

-Señor - le repliqué. - La estrecha amistad que me une al señor Delandsheere me obliga a no entender en este asunto. Avise usted a mi colega Van Newenhuyse; el verá, tan claro como lo veo yo, que el señor Delandsheere no es el asesino.

-¡Desgraciado! - murmuró Luis con acento de dolor y de queja. - ¡No diga usted eso, por amor de Dios! ¡Yo, sólo yo, soy el culpable!.. .

-Sin embargo. . . - traté de insistir.

-¡Si es usted mi amigo no diga una palabra más! - suplicó enérgico, mirándome a los ojos, como si quisiera sugestionarme. -¡Es justo que pague mi culpa, ... mi crimen quiero decir!. ..

Al retirarme lancé otra mirado a la habitación. El cadáver de Elena yacía a la orilla del lecho, precisamente del lado de la puerta abierta, en cuya cerradura se veía una llave en la parte exterior. La herida en la sien que le había dado muerte se hallaba del mismo lado. En la nieve que cubría ligeramente el jardín había huellas de pasos...

Tomé el carruaje y me precipité a casa de mi colega Van Niewenhuyse, condiscípulo y amigo mío.

-Delandsheere - le dije - quiere cargar con el crimen de otro... con el crimen de... no me animó a decírtelo. . . tú veras...

Es un caso delicadísimo, un caso de conciencia... Arréglatelas lo mejor posible para salvar a ese desgraciado que, indudablemente, no es culpable.

Y le comuniqué mis observaciones... haste mis sospechas.

Ustedes ya han adivinado esas sospechas, adivinando al propio tiempo la verdad. Si: la "esposa ultrajada", Amelia Delandsheere, había dado muerte a su rival, Elena Van Edelghem, sorprendida en el lecho. En su corte de adoradores no faltaba hábiles que le denunciarían la infidelidad proponiéndole dulce desquite, y en las filas de sus émulas abundaban las "almas piadosas" que le revelaron su desgracia para poder llorarla con ella. Amelia enfurecida sobre todo por lo que llamaba "la hipocresía de Luis", amante siempre, decidida a perder a su esposo antes que compartir su amor con otra, no tardó en averiguar donde eran las citas, visitó la casa con un pretexto, consiguió una llave falsa del jardín haciendo copiar la que substrajo por unas horas a Delandsheere, se armó de una pistola y... lo demás no hay para que contarlo.

Mientras mi colega Van Niewenhuyse instruía el sumario Y Delandsheere estaba, naturalmente, incomunicado, Amelia permaneció en su "hotelito" de la Plaza Verde, sin recibir a nadie, ni parientes ni amigos. Yo traté de verla varias veces, la escribí encareciéndole la utilidad de hablar conmigo - todo fue inútil. Era como si ella también hubiese muerto.

Van Niewenhuyse, que me hacía sus confidencias, estaba desesperado. Convencido como yo de que la culpable era Amelia, había dicho a Delandsheere que, en tal caso, nada debía temer por ella, pues, habiéndolos encontrado infraganti, el jurado la absolvería por unanimidad. El pobre Luis negó con más empecinamiento y violencia que nunca. Y cuando el juez le habló de las huellas en la nieve:

-Eran los pasos de mi amante - replicó.

 
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Un lindo crimen de Roberto J. Payró   Un lindo crimen
de Roberto J. Payró

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