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Era un frente de batalla en el que relucían, en la obscuridad de una noche sin estrellas, doscientos ojos ardientes e inmóviles, ante los cuales corrían sin cesar de derecha a izquierda y de izquierda a derecha dos ojos penetrantes y movibles cuya expresión denotaba que eran los de un general muy activo.

Tesoro de Habas no conocía a Lavater, ni a Gall, ni a Spurzheim, ni pertenecía a la sociedad frenolózica pero tenía el instinto natural que enseña a todos los seres creados a discernir desde lejos la fisonomía de un enemigo; y le bastó mirar un instante al jefe de aquel ejército lupino y hambriento para reconocer al lobo cobarde y ladino que con sus discursos filosóficos y morales habíale despojado del último de sus tres cuartillos de habas.

-El señor lobo -pensó Tesoro de Habas- no ha perdido el tiempo, y reuniendo a toda la manada la ha lanzado en mi persecución. Pero, ¿cómo han podido llegar hasta aquí al mismo tiempo que yo, no habiendo, viajado en un garbanzo? Probablemente añadió suspirando los malvados no desconocen los secretos de la ciencia; y no me atrevería a asegurar que no son aquéllos los que la han inventado para engañar a las gentes sencillas y buenas, con sus abominables, maquinaciones.

Tesoro de Habas pensaba mucho antes de tomar una resolución, pero una vez tomada la ponía en práctica enseguida.

Sacó, pues, vivamente de su bolsita la maleta que encontrara en la carretela, tomó el segundo de los cofrecitos y' sembró su contenido en un hoyito abierto con la punta de su almocafre.

-Venga lo que venga -dijo-, pero esta noche tengo necesidad de una muralla aunque no fuese más resistente que las paredes de una choza, y de un zarzo bien cerrado, aunque no fuese más fuerte que mis setos, para defenderme de esos miserables lobos.

Y surgieron las murallas, no como paredes de choza sino como muros de un castillo; y levantáronse los zarzos en las albardillas, pero no como setos, sino altas verjas señoriales, de acero bruñido con garfios dorados que no hubieran podido saltar ni los lobos ni las zorras sin quedar clavados en ellos. Dada la altura a que se hallaba en aquellos tiempos la estrategia de los lobos, nada podían intentar, y se retiraron al punto huyendo a la desbandada.

Tranquilo por este lado, Tesoro de Habas volvió a su tienda; pero ésta tenía pavimento de mármol, peristilos iluminados como para una boda, regias escaleras y espléndidos salones; y se quedó estupefacto al encontrar su tienda de planta de guisantes en medio de un gran Jardín verdegueante y florido que no había visto nunca, y su cama de plumas de colibrí en la que se prometía dormir como un rey.

Conste que no exagero.

Su primer cuidado a la mañana siguiente fue visitar la suntuosa morada que había encontrado dentro de un guisante, y las menores bellezas le llenaban de estupor y admiración.

Examinó minuciosamente su museo de pinturas, su colección de antiguedades, su medallero, su gabinete de historia natural, su biblioteca y mil otras maravillas enteramente nuevas para él.

Los libros le encantaron, especialmente por el buen gusto y talento con que habían sido escogidos, pues en aquella biblioteca se hallaba reunido lo más exquisito en literatura y lo más útil en las ciencias humanas, como por ejemplo, El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, las mejores obras de la Biblioteca Azul, de la famosa edición de la señora, Audot; los Cuentos de hadas de todas partes, con bonitas ilustraciones; una colección, de viajes curiosos y recreativos, entre ellos los de Robinson y Gulliver; excelentes almanaques llenos de anécdotas cómicas e indicaciones infalibles sobre las fases de la luna, los días y las semanas; tratados innumerables escritos con sencillez y claridad sobre agricultura y jardinería, pesca, caza de pájaros con liga y red y el arte de criar ruiseñores; todo, en fin, lo que se puede desear cuando no se ha llegado a conocer lo que valen los libros y sus autores; y no habíalos de otros sabios, filósofos y poetas, por la sencilla razón de que la ciencia, la filosofía y la poesía se encuentran en todas partes menos donde debieran estar, os lo aseguro.

Mientras procedía de esta manera al inventario de sus riquezas. Tesoro de Habas se estremeció al verse reflejado en uno de los grandes espejos que adornaban los salones. Si el espejo no mentía, había crecido Tesoro de Habas lo menos tres Pies desde la víspera; y el bigote negro que sombreaba su labio superior anunciaba claramente que comenzaba a pasar de una adolescencia robusta a una joven virilidad.

Este fenómeno le preocupaba hondamente cuando un reloj magnífico colocado entre dos lienzos de pared, le reveló el gran secreto: una de las agujas marcaba los años, y a Tesoro de Habas no le quedó duda alguna de que realmente había vivido seis años desde que salió de casa de sus padres.

-¡Seis años! -exclamó-. ¡Desventurado de mí! Mis infelices padres habrán muerto de vejez o de necesidad; o tal vez ¡ay! los habrá matado el dolor de haberme perdido. ¿Qué habrán pensado al morir, de mi cruel abandono y de mi suerte? Ahora comprendo, maldita carretela, que si corres tanto es porque cuentas los días por minutos. ¡Vete, malhadado garbanzo, vete! -añadió, sacando el mágico vehículo de su bolsita y tirándolo por la ventana. ¡Vete, condenado, tan lejos que nunca jamás vuelva yo a verte! ¡Ojalá no te hubiera visto nunca, garbanzo que en forma de silla de postas corres cincuenta leguas por hora.

Tesoro de Habas bajó la escalera de mármol poseído de infinita tristeza; salió del palacio sin mirar a un lado ni a otro, echó a andar por la inculta llanura sin preocuparse por los lobos que insolentemente merodeaban por los alrededores, y de vez en cuando se detenía para dar rienda suelta a sus lágrimas.

-¡Qué será de mí ahora que mis padres han muerto? -dijo dando vueltas maquinalmente entre sus dedos a la maleta encontrada en la carretela.

Flor de Guisante estará casada ya desde hace seis años, pues el día que la ví cumplía los diez años, que es la edad señalada para el casamiento de las princesas de su linaje. ¡Todo ha acabado para mí! ¿Qué me importa el mundo entero, el mundo que se componía para mí únicamente del campo de habas y de la cabaña que nunca podrás devolverme, guisante verde -añadió, sacando el cofrecito-, porque los dulces días de la infancia no vuelven jamás. Ve, pues, guisante verde, adonde Dios quiera llevarte, y produce lo que debas producir, que poco me importa habiendo perdido mis padres mi cabaña, mi campo de habas y Flor de Guisante.

¡Vete, guisante verde, vete adonde nunca jamás vuelva yo a verte!

Y lo tiró con tanta fuerza que el guisante verde hubiera podido alcanzar al garbanzo que más que correr, volaba.

Luego Tesoro de Habas cayó desplomado en el suelo, medio muerto de pena.

Cuando se recobró todo el aspecto de la llanura había cambiado; era un inmenso mar de alegre verdor, sin nieblas en el horizonte, en el que se agitaban como olas al soplo de la brisa, blancas flores como quillas de barcos y velas como alas de mariposa, jaspeadas de color violado como la flor de las habas, o de color rosado como la flor de los guisantes; y cuando inclinaban sus frentes ondeantes, todos aquellos matices confundíanse en un matiz suavísimo y jamás visto, mil veces más bello que los más bellos parterres.

Tesoro de Habas se levantó vivamente, porque acababa de ver todo lo que lloraba por perdido: su campo de habas, su cabaña y, sobre todo, sus ancianos padres que, pese a sus años, corrían con ligereza hacia él, para decirle que desde el día que marchó habían recibido cada noche noticias suyas, muchos regalos que les habían permitido vivir con holgura y buenas esperanzas de que volverían a verlo, por lo cual, no habían muerto de pena.

Tesoro de Habas, después de haberles abrazado efusivamente, les ofreció el brazo para acompañarlos a su palacio. A medida que se acercaban, el viejo y la vieja mostraban mayor estupor. Tesoro de Habas no hubiera querido por nada del mundo turbar la alegría de los dos ancianos, pero no pudo por menos de exclamar con acento de aflicción:

-¡Ah, si hubierais visto a Flor de Guisante! Pero hace ya seis años que se casó...

-Que se casó contigo -le interrumpió Flor de Guisante abriendo de par en par la puerta del palacio-. Aquel día se decidió mi suerte, ¿te acuerdas? Pasad -añadió, besando a los ancianos, que la miraban asombrados, pues no aparentaba más de seis años y, según la historia, debía tener diez y seis. Pasad con vuestro hijo; éste es un país de amor y fantasía en el que no se envejece nunca, ni muere nadie.

No se podía dar una noticia más agradable a aquellos pobres viejos.

Las fiestas de la boda se celebraron con toda la pompa requerida por la elevada condición social de aquellos personajes, y su hogar fue siempre la mansión del amor, de la constancia y de la dicha.

Así acaban todos los cuentos de hadas.

 

FIN

 
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Tesoro de habas y flor de guisante (cuento de hadas) de Carlos Nodier   Tesoro de habas y flor de guisante (cuento de hadas)
de Carlos Nodier

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