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La cabra tomó entre sus dientes el regalo y echó a correr.

-¡Oh!, qué pronto te vas -exclamó Tesoro de Habas-. ¿Podrías decirme si está todavía muy lejos el mundo adonde mi madre me envía?

-Ya estás en él -contestó la cabra, y desapareció entre la maleza.

Tesoro de Habas continuó su camino aligerado del peso de los dos cuartillos de habas que había regalado y buscaba las murallas de la ciudad adonde se dirigía, cuando oyó un ruido a sus espaldas y sospechando que alguien le seguía de cerca, echó mano de su almocafre y se volvió bruscamente, dispuesto a defenderse. Y esto le valió, pues el compañero qué cautelosamente le escoltaba era nada menos que un viejo lobo de aspecto nada recomendable.

-¡Hola, mala bestia! -exclamó Tesoro de Habas-. ¿Querías regalarte con mi carne en tu cena? Afortunadamente los dientes de mi almocafre valen más que los tuyos y son más fuertes; con que, amiguito, echa por otra lado, pues lo que es hoy no me cenarás. Ea, largo de aquí más que de prisa, si no quieres, desdichado, que tome terrible venganza en ti de la muerte del macho cabrío que era marido de la cabra y padre de los cabritos que he encontrado en la mayor miseria. Deberia hacerlo y lo haría seguramente, si no me contuviera el horror que me inspira la sangre, aunque sea de lobo. De todos modos, ándate con mucho cuidado.

El lobo, que habíale escuchado con la cabeza inclinada con humildad, prorrumpió en lastimeras exclamaciones y levantó los ojos al cielo, como si quisiera ponerlo por testigo.

-¡Poder divino que me habéis dado la apariencia de lobo! -exclamó-. Vos sabéis que no he albergado jamás en mi corazón tan malvadas inclinaciones. Sois muy dueño -añadió, bajando de nuevo respetuosamente la cabeza delante de Tesoro de Habas -sois muy dueño señor, de disponer de esta mi triste vida, que pongo en vuestras manos sin dolor y sin remordimiento. Pereceré gustoso, si queréis castigar en mí los crímenes horrorosos de mi familia, pues siempre os he querido y respetado, desde que me proporcionaba el inocente placer de acariciaros en vuestra cuna, cuando vuestra madre estaba ausente. Teníais una carita tan linda, erais tan precioso y delicado, que desde el primer momento adiviné que llegaríais a ser un príncipe poderoso y magnánimo, como lo sois en efecto. Sólo os ruego que antes de condenarme, creáis en la sinceridad con que os digo que no he,sido yo el asesino de ese pobre macho cabrío que ha dejado en la miseria a su esposa y a sus huérfanos. Educado en los principios de la abstinencia y la moderación de los que no me he apartado en toda mi vida de lobo, me he impuesto la misión de difundir las sanas doctrinas de la moral entre las tribus lupinas a que pertenezco, y guiarlas gradualmente, con la enseñanza y el ejemplo, a la práctica de un régimen frugal, que es el colmo de la perfección de los lobos. Más aún, el esposo de esa cabra era amigo mío y nos veíamos con frecuencia; yo quería aprovecharme de sus buenas disposiciones y su talento natural para aprender. Una desgraciada riña motivada por una tontería (ya sabéis cuán quisquillosas son las cabras), ocasionó su muerte durante mi ausencia, y os aseguro que nunca me podré consolar de su pérdida.

Y el lobo se puso a llorar con tanto desconsuelo como la cabra viuda.

-Sin embargo, me seguías -replicó Tesoro de Habas, sin dejar de empuñar su almocafre.

-Es cierto, señor- repuso el lobo con acento meloso-; os seguía con la esperanza de que os interesaríais por mis proyectos benéficos y altamente filosóficos, cuando os hubiese podido hablar en un paraje más a propósito para sostener semejante, conversación. ¡Ah! -me dije-, el señor Tesoro de Habas, que goza de tan merecida reputación en toda la comarca por sus nobles sentimientos, contribuirá gustoso a la realización de mis planes de reformas si los conociera, y quise aprovechar la ocasión. Os garantizo que si me dejarais uno de los cuartillos de habas que lleváis, daría a los lobos, lobas y lobeznos un banquete tan exquisito, que renunciarían para siempre a comer carne, y aficionados al grano, se salvarían de sus colmillos innumerables generaciones de machos cabríos, de cabras y de cabritos.

-Es el último cuartillo que me queda -pensó Tesoro de Habas-; pero, ¿qué haría, yo con los boliches de marfil y los trompos de Nuremberg? ¿ No es mejor sacrificar un capricho de niño a una acción buena y útil?

Y agregó en voz alta:

-Ahí tienes el cuartillo de habas.

Dejó, en el suelo el último de los tres cuartillos que su madre le había regalado, pero siguió empuñando el almocafre.

-Es todo lo que me queda de mi fortuna -añadió-; pero no me pesa desprenderme de eso, y te agradeceré amigo lobo, que me prometas hacer el buen uso que me has indicado.

El lobo tomó con sus dientes el regalo y echó a correr hacia su guarida.

-¡Con qué prisa te vas! -exclamó. Tesoro de Habas-. ¿Podrías decirme si está todavía muy lejos el mundo adonde mi madre me envía?

-Hace ya mucho rato que estás en él -respondió el lobo riendo siniestramente-; y aquí estarás mil años sin ver más que lo que has visto.

Tesoro de Habas continuó su camino, aligerado del peso de los tres cuartillos de habas que había regalado, y buscando con la mirada las murallas de la ciudad que no veía por ninguna parte. Y comenzaba a dejarse vencer por el cansancio y el desaliento, cuando, unos gritos que salían de un pequeño y apartado sendero llamaron su atención, y se encaminó hacia aquel sitio.

-¿Quién es y en qué puedo servir al que pide socorro? -Preguntó, teniendo el almocafre en la mano-. Hablad, pues aquí no veo a nadie.

-Soy yo, señor Tesoro de Habas; soy yo, es decir, Flor de Guisante -respondió una voz dulcísima-, y os ruego que me saquéis del apuro en que me hallo. Con un poco de buena voluntad lo conseguiréis con poco trabajo y sin peligro.

-No me asustan el trabajo ni los peligros, señora -repuso Tesoro de Habas. -Podéis disponer de mí y de cuanto poseo, -excepto de los tres cuartillos de habas que llevo, porque pertenecen a mis padres. Traía otros tres, pero he dado uno a un venerable búho, otro a un honrado lobo, que sabía pedir mejor que un ermitaño, y el tercero, a la más linda de las cabras montaraces. No puedo, por consiguiente; ofreceros ni una haba siquiera.

-¡Qué chistoso! -exclamó Flor de Guisante con acento de enfado e ironía-. ¿A qué viene hablar de habas? A Dios gracias, no las necesito ni sabría qué hacer de ellas. El favor que os pido es que apretéis con un dedo el botón de mi carretela para que se levante la capota, bajo la cual me estoy ahogando.

-Lo haré con mucho gusto, señora, si os dignáis decirme dónde está vuestra carretela, pues aquí no veo ni sombra de vehículo, y creo que este sendero no es el más a propósito para recorrerlo en carruaje. Sin embargo os oigo tan cerca de mi que no sé qué pensar.

-¡Cómo! -exclamó riendo Flor de Guisante-. ¿No veis mi carretela? Tened cuidado de no aplastarla -yendo de un lado para otro. La tenéis delante, amable Tesoro de Habas, y es fácil distinguirla por su aspecto elegante, como la vaina de un garbanzo.

-¿Como la vaina de un garbanzo? -repitió Tesoro de Habas agachándose-. A fe mía que si no hubiera visto nada más que eso, habría continuado mi camino.

Una sola ojeada le bastó para descubrir que se trataba de la vaina de un garbanzo muy gordo, más redondo que una naranja y más amarillo que un limón, montada sobre cuatro ruedecitas de oro y provista de una linda capota formada con la cáscara de un guisante, verde y reluciente como el charol.

Apresuróse a oprimir el botón y la capota se levantó rápidamente.

Flor de Guisante, con un gracioso salto, se puso delante de su salvador.

Tesoro de Habas se quedó arrobado, ante aquella maravillosa visión. Tenía Flor de Guisante la carita más linda que un pintor pudiera imaginar: ojos rasgados de forma de almendra, morados como la remolacha y de mirar tan penetrante como leznas, y una boquita pequeñísima y encantadora, que al entreabrirse dejaba ver doble hilera de dientecillos blancos como el alabastro y reluciente como el esmalte. El vestido corto y ahuecado, con matices rosados como la flor del guisante, llegábale apenas a las rodillas, dejando al descubierto unas piernecitas torneadas, calzadas con unas medias de seda tan tirantes que se hubiera dicho habían empleado un cabestrante para ponérselas, y unos, pies tan diminutos que no se podían mirar sin envidiar al afortunado zapatero que con su propia mano tomara la medida para aprisionarlos en botitas de satén.

-¿De qué te asombras? -preguntó Flor de Guisante.

Esto demuestra, dicho sea entre paréntesis, que Tesoro de Habas tenía en aquel momento todo el aspecto de un alelado.

Tesoro de Habas se ruborizó; pero reponiéndose en seguida repuso:

-Me asombro de que una princesa tan bella y que poco más o menos tiene mi estatura, quepa dentro de la vaina de un garbanzo.

-No te burles de mi carretela, Tesoro de Habas -respondió, Flor de Guisante-; viajo muy cómodamente en ella cuando está abierta, y sólo por casualidad no me han acompañado mi gran escudero, mi limosnero, mi mayordomo, mi secretario y dos o tres damas de mi corte. A veces me gusta pasear sola, y a ese capricho debo el contratiempo que he tenido. No sé si os habéis encontrado alguna vez con el rey de los grillos, a quien se conoce fácilmente por su manto negro y pulido, como el de Arlequín, sus cuernos derechos y movibles y por la desagradable sinfonía con que suele acampañar sus frases más insignificantes. El rey de los grillos se dignó enamorarse de mí, y sabía que hoy termina mi menor edad y que según la costumbre entre las princesas de mi clase, debo casarme al cumplir los diez años de edad. Sin duda salió hoy a mi encuentro para declararme su amor, conforme a la práctica establecida; pero yo le interrumpí diciéndole que me dejara en paz y no me molestase con su charla.

 
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Tesoro de habas y flor de guisante (cuento de hadas) de Carlos Nodier   Tesoro de habas y flor de guisante (cuento de hadas)
de Carlos Nodier

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