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-Sin embargo -dijo-, hoy es día laborable, si no miente el calendario... Sin duda mi madre quiere celebrar la fiesta de algún santo, y por eso me ha preparado durante la noche mi capote nuevo y mi sombrerito dominguero. Sea lo que fuere, me los pondré, pues no quiero contrariarla en nada; las horas que hoy pierda las recuperaré durante la semana levantándome más temprano y dejando el trabajo más tarde.

-Tesoro de Habas se atavió con la mayor elegancia posible, después de haber rezado por la salud de sus padres y la prosperidad de la hacienda.

Cuando se disponía a salir, a fin de dar un vistazo a los sotos antes que los viejos se levantaran, tropezó en la puerta con la anciana, la cual llevaba en las manos un plato humeante que colocó sobre la mesa.

-Come, hijo mío -le dijo, entregándole una cuchara de madera-; cómete este pisto de miel con unos granitos de anís que tanto te gustaba cuando eras pequeñito, pues tienes que salir y andar mucho camino.

-Está bien -repuso Tesoro de Habas, mirando a su madre con aire, de estupor-; pero, ¿adónde me mandáis?

La vieja se sentó a su lado en un banquillo, y cruzando las manos sobre las rodillas dijo, muy risueña:

-¡A correr mundo, hijo mío, a correr mundo! Hasta hoy, mi querido Tesoro, no has visto más que a nosotros y a los pocos compradores de habas que han venido a hacer provisiones; y como estás llamado a ser un gran señor, si el precio de las habas se mantiene y las cosechas no se pierden, es preciso que te hagas de algunas relaciones en la buena sociedad. A unos tres cuartos de legua de aquí existe una gran ciudad, donde a cada paso encontrarás señores vestidos de oro y damas con trajes de plata y adornadas con flores. Con tu cara de ángel y tu gracioso porte serás la admiración de todos y, o mucho me engaño, o encuentras hoy mismo una profesión honrosa con la que ganarás mucho dinero con poco trabajo, en la corte o en las oficinas del reino. Come, pues, niño mío, que este pisto de miel con unos granitos de anís sostendrá tus fuerzas.

Como tú conoces mejor el valor de las habas que el de las monedas -prosiguió la vieja-, llevarás al mercado seis cuartillos de habas bien medidos.

No quiero darte más para que no vayas demasiado cargado; las habas son tan buscadas en estos tiempos y se pagan a precios tan altos, que te verás apuradillo para llevar el importe de esos seis cuartillos, si te lo dan en oro.

Tu padre y yo hemos convenido en que podrás emplear la mitad del dinero que recibas en divertirte honestamente, como conviene a tu edad, y en comprar algunas joyas, como un reloj de plata, una sortija con rubíes o esmeraldas, boliches de marfil o trompos de Nuremberg. La otra mitad deberás ingresarla en la caja. Marcha, pues, mi querido Tesoro, ya que te has comido el pisto, y procura no entretenerte cazando mariposas, porque nos moriríamos de pena si no volvieras antes de la noche. Sigue los caminos trillados, y ten cuidado con los lobos.

-Os obedeceré madre mía -dijo Tesoro de Habas abrazando a la vieja-, aunque me hubiera gustado más pasar el día cultivando el campo. En cuanto a los lobos, no les temo llevando mi escardillo.

Así diciendo tomó su escardillo con fiero ademán y se lo puso a la cintura.

-¡Que vuelvas temprano! -le gritó la vieja, que le seguía con la vista llorando.

Tesoro de Habas caminaba, caminaba a grandes zancadas, como puede darlas un hombre que mide diez pies mirando a derecha e izquierda y admirándose de todo lo que encontraba en su camino, pues jamás había sospechado siquiera que la tierra fuera tan grande y encerrase tantas curiosidades.

Cuando había andado ya por espacio de una hora, a juzgar por la altura del sol y comenzara a extrañarse de no ver todavía la ciudad adonde se dirigía, oyó una voz que gritaba:

-¡Bu, bu,, bu, bu, bu! Deteneos, señor Tesoro de Habas, os lo ruego.

-¿Quien me llama? -dijo Tesoro de Habas echando mano a su almocafre.

-Por favor, deteneos, señor Tesoro de Habas. Bu, bu, bu, bu, bu; soy yo quien os habla. ¿De véras? -repuso Tesoro de Habas levantando la vista a la copa de un pino viejo y medio seco, donde un búho mecíase en una de las ramas que agitaba el viento-. ¿Y qué tienes que decirme, lindo pájaro?

-No me sorprende que no me conozcáis -repuso el búho-; pues siempre os he servido sin darme a conocer a vos, como debe hacer todo búho modesto, honrado y desinteresado. Sin que vos lo supierais, destruía yo los pícaros ratones que se hubieran comido, cada año la mitad de vuestra cosecha, y por ese campo con el que podríais comprar un bonito reino. En cuanto a mí, víctima infeliz y desinteresada, de la lealtad, no me queda ni un raquítico ratoncillo para aplacar el hambre, y la vista se me ha debilitado de tal modo en vuestro servicio, que apenas puedo dar un vuelo sin tropezar, aun de noche. Os he llamado, pues, generoso Tesoro de Habas, para suplicaros que me deis uno de los cuartillos de habas que lleváis, con el cual iría sobrellevando esta pobre vida, hasta que llegase a su mayor edad mi primogénito, que os servirá con la misma fidelidad que yo.

-Aqui lo tienes -repuso Tesoro de Habas, dejando en el suelo uno de los tres cuartillos de habas que le pertenecían-. Tengo mucho gusto en pagar esa deuda de gratitud.

El búho bajó de la rama, asió con las garras y el pico el regalo y volvió a subir velozmente a la copa del árbol. Oh, qué pronto te vas -exclamó Tesoro de Habas-. ¿Podrías decirme si está todavía muy lejos el mundo adonde mi madre me envía?

-Ya habéis entrado en él-, contestó el búho, y fue a posarse en otro árbol.

Tesoro de Habas continuó su camino, aligerado de peso, por haber dejado un cuartillo de habas al búho, seguro de que no tardaría en llegar; pero no había dado más allá de cien pasos, cuando de nuevo oyó que le llamaban.

-¡Bee... bee... beee...! Deteneos, señor Tesoro de Habas, os lo ruego.

-Me parece que conozco esa voz dijo Tesoro de Habas volviéndose-. ¡Ah, sí! es esa pícara cabra montaraz que rondaba siempre en torno de mi campo para arrebañar con un buen pienso. ¿Qué me quiere la señora morodeadora?

-¡Oh señor Tesoro de Habas! ¿por qué me llamáis merodeadora? Vuestros setos son demasiado frondosos, y vuestros fosos demasiado profundos y vuestros sotos demasiado espesos para mí. Todo lo que yo podía hacer en vuestra hacienda era ramonear las hojas que salían por entre el zarzo, y esto, a la verdad, no puede llamarse daño, sino lo contrario, pues como dice el proverbio: El diente del carnero destruye y el de la cabra trae la abundancia.

-Está bien -repuso Tesoro de Habas-; y si algún mal te he deseado, que caiga sobre mí. Pero, dime, ¿por qué me has detenido y qué quieres de mí?

-¡Ah! -respondió la cabra, llorando amargamente-. Bee, bee, beee... Os he llamado para deciros que un maldito se ha comido a mi esposo, y mis hijos y yo estamos en la mayor miseria desde que nos falta su apoyo, y moriremos de hambre si no nos ayudáis. Os suplico, pues, noble Tesoro de Habas, que nos hagáis la caridad de dejarnos uno de los cinco cuartillos de habas que lleváis, con lo cual tendremos suficiente hasta que nuestros parientes nos envíen algún socorro.

-Toma -repuso Tesoro de Habas, dejando en el suelo uno de los cuartillos de habas que le pertenecían-; tengo mucho gusto en hacer esta obra de caridad y de misericordia.

 
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Tesoro de habas y flor de guisante (cuento de hadas) de Carlos Nodier   Tesoro de habas y flor de guisante (cuento de hadas)
de Carlos Nodier

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