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Para muestra… un botón
En mi barrio vivía mucha gente y de las más variadas profesiones, empleos y ocupaciones.
Un baterista que llegó a integrar una conocida banda de rock nacional casi de culto, un fotógrafo profesional, un director de televisión del único canal que existía en el tiempo de esta historia y dos bailarinas del elenco estable del Teatro Colón. También allí vivía un hombre, quien se había equivocado muy feo en la vida, que había cumplido con su pena y al que con el tiempo le compré mi primer coche. Hasta hubo dos suicidas que se recibieron de tales con el paso del tiempo, luego de sendas y provocadas caídas de un quinto piso.
También vivía, aunque más espaciadamente, un viejo marino a quien mirábamos con nuestros ojos de niños, encerrando la extrañeza lógica que nos causaba ver a ese hombre de piel curtida y bronceada, enfundado en su viejo gabán que algún día, suponíamos, debió haber sido azul.
Tenía una barba negra salpicada de canas blancas que hablaban más que de sus años, de una vida dura y sacrificada. En su boca podía distinguirse el halo amarillo de la nicotina de las decenas de cigarrillos que fumaba por día, además del que prendía siempre cuando bajaba del colectivo 403 al regresar a su casa, en nuestro barrio.
A ver usted, que lee, imagine la escena como si estuviera viéndola desde media cuadra de distancia: la quietud de la noche, la esquina sin gente y unos pocos faroles alumbrando la calle cuando comienzan a prenderse las luces de las ventanas abiertas a la vida y cerradas al frío vespertino.
Llega un colectivo pintado de verde con filigranas en negro. Se detiene con un chirrido de frenos. No porque viniera rápido, sino porque los frenos de los colectivos deben chirriar. Como en la parada no hay gente, todo hace pensar que se detiene para que alguien descienda.
Importante es que el lector no debe imaginar una esquina de dos calles, como las de la Capital Federal, sino una calle interna de barrio con la mayor parte de las cuadras que no eran más que baldíos extensos, como si fuera el campo, aunque ya estaban marcadas esperando un futuro crecimiento poblacional. Y esto viene a cuento porque nosotros veíamos la escena desde unos cincuenta metros, sin nada que obstaculizara nuestra visión.
El colectivo, luego de detenerse un instante, arranca otra vez y el foco trasero ilumina la imagen de un hombre que, parado, agita el fósforo con el que acaba de encender un cigarrillo antes de tirarlo y se guarda la caja azul y blanca de “Ranchera” en el bolsillo del gabán.
Mira a uno y otro lado, con el cigarrillo apretado entre los labios y larga el humo por la boca y la nariz, como si fuera una doble chimenea de barco.
En nuestra imaginación ya podíamos conjeturar que, como en el barco, en alta mar, siempre se está ocupado, el hombre en cuestión había desarrollado la particular cualidad de fumar sin tocar el cigarrillo con los dedos.
Por cierto, cuando la imagen del marino aparecía en la esquina, por detrás del colectivo, todo se detenía y no importaba qué cosa estuviésemos haciendo.
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