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Finalmente llegó el día tan ansiado. El botón, celosamente guardado hasta ese momento, iba a ser reintegrado a su legítimo propietario y no queríamos correr ningún riesgo con la intercambiable presea.
Creo que fue el día más largo en la vida de todos. Daba la sensación que la tarde no llegaba nunca. Tratamos de pasar el rato jugando a la pelota y cuando nos aburrimos –y como era la época de los barriletes–, fuimos a buscar cañas al terreno del colegio de los curas. Después hicimos engrudo con la harina que nos facilitó la Cheché –una vecina, la madre del Danielito Gillespi–, armamos un barrilete pero no lo hicimos volar y nos fuimos a pescar ranas a la laguna del Autódromo.
La cosa era matar el tiempo. La verdadera razón de ese día iba a ser el atardecer, cuando llegara el colectivo a la parada y pudiéramos ver agachándonos, los borceguíes desgastados del marino.
Finalmente el momento llegó.
El sol comenzó a caer y preparamos la sala para presenciar el espectáculo más esperado. Nos ubicamos en los bancos establecidos de antemano y sabiendo cuál era la misión de cada uno. Teníamos en claro que todos éramos como las piezas de un motor que debía funcionar de determinada manera, en determinado momento y cada uno era consciente del rol que tenía en el plan y cuál era su responsabilidad. Así que nos acomodamos como lo habíamos acordado y planificado. A la hora esperada, vimos que aparecía la trompa de la inmensa máquina verde en cuyo interior nuestro objetivo estaría preparándose para bajar.
Sentí que mi corazón comenzaba a palpitar un poco más rápido. Imagino que también el de todos y no faltaron los graciosos que, de puro nerviosos, empezaron a hacer chistes y bromas, sólo para romper el silencio incómodo de ese momento de tensión.
El colectivo se detuvo y supimos que el marino bajaba cuando vimos los viejos borceguíes desbastados. Cuando la cerilla tocó en piso, sentí que se me secaba la garganta. El gordo Jorge tragó saliva, nos miró a todos y en los ojos leímos que se le estaba cruzando por la cabeza desertar y no llevar a cabo la misión que le habíamos asignado.
Cruzó la calle y en ese momento apareció el botón. Formaba parte del plan. Eso nos dio más confianza, era como que todo funcionaba y se estaba dando como se había planeado.
Unos metros antes que el marino llegara al banco que miraba al Norte, el gordo Jorge se puso de pie y caminó con el fin de interceptarlo. Una vez que el hombre hubo superado el banco más cercano a la calle, el gordo Jorge comenzó a escribir la historia.
Para nosotros, todo lo que sucedía ya era una hazaña de la cual, sin necesidad de hacer nada más, íbamos a acordarnos para siempre. El gordo, no obstante, redobló la apuesta y como si hubiera perdido la cordura caminó hacia el marino, decidido a cortarle el paso mientras nosotros, impertérritos, asistíamos a la escena final. La hora señalada había llegado y el desenlace era inminente.
Cuando el hombre pasó junto al banco, sus ocupantes se levantaron, siguiendo las directivas del rol que tenían asignado y comenzaron a seguir al marino a una distancia prudencial y en completo silencio.
Entonces sucedió. Trataré de contarlo tal como fue, porque todo sucedió de golpe y sin darnos tiempo a reaccionar.
Cuando el gordo Jorge le cortó el paso, el marino se le enfrentó y le clavó los ojos, como si estuviera evaluando por dónde iba a empezar a descuartizarlo.

 
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de Eduardo Horacio Carrozza

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