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La primera opción que se planteó fue la más simple: una vez que estuviéramos seguros de que él había regresado, íbamos a la casa, golpeábamos la puerta del departamento que ocupaba y se lo devolvíamos.
Opción que se descartó casi en el acto por ser demasiado simple.
La segunda opción consistía en esperar que llegara el día jueves. El próximo jueves. Entonces, aguardábamos a que bajara del colectivo y lo encarábamos. Claro que la opción, simple de por sí, presentaba un serio inconveniente: ¿Quién lo iba a encarar para dárselo? ¿Quién era capaz de eso?
No era una pregunta fácil de responder, porque para el plan resultara, no podíamos correr el riesgo de elegir mal al portador.
En nuestra imaginación, debíamos enfrentarnos a un avezado marino de ultramar, que seguro que estaba acostumbrado a vérselas con todo tipo de vicisitudes y a resolverlas de acuerdo con los preceptos de la ley del mar. Y para nosotros, seguro que para un marino como él, el lema era “vencer o morir”. Por eso es que debíamos elegir a la persona apropiada, que pudiera enfrentar con pericia tamaño desafío.
En este punto, la cosa se complicaba, puesto de elegir a la persona, por fuerza debíamos saber qué cualidades debía tener.
Para empezar, debía ser valiente. Tener la osadía de interceptar el paso de tamaño personaje –que había quienes aún pensaban, aunque no lo decían, podía ser un fantasma–, y no sucumbir en el intento.
Suponiendo que el marino se detuviera y conversara, todo parecía bien. Pero ¿y si no? Si reaccionaba mal, ¿qué podía llegar a hacer? Podía esquivar al elegido y seguir su camino. Pero también podía responder mal, pegarle un empujón, tirarlo al piso, poner el pie derecho, calzado con esas botas con cordones en la garganta del desdichado y desde su altura preguntarle, con voz aguardentosa: “¿Cómo querés morir, pibe?”
Como es lógico suponer, antes que ese momento llegase, el resto de nosotros iba a salir corriendo, para ubicarse lo más lejos de la escena posible, librando a su destino al emisario, que quedaría a merced de la voluntad y el humor del marino. De ahí que el elegido podía llegar a convertirse en un héroe recordado a perpetuidad, que gozaría del respeto y la admiración de todo el grupo, que contaría su hazaña durante el resto de la vida. Claro que también podía convertirse en una víctima recordada, que había perecido a manos del monstruo del mar.
En segundo lugar, el elegido tenía que ser un buen negociador que debía tener en claro qué era lo que nosotros queríamos a modo de bien ganada recompensa. Nuestro pedido era claro, simple y conciso, y él debía ser el portavoz del grupo. Porque a cambio de la devolución del botón de su gabán, todos queríamos ser sus amigos. Nuestro interés era escuchar las historias de su boca. Que nos hablara de sus viajes, sus aventuras por países tan lejanos y exóticos que solamente los nombrábamos cuando así lo exigía una prueba de geografía. No pretendíamos otra cosa que tener conocimiento del mundo a través de las historias que el hombre de mar nos pudiese contar.

 
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de Eduardo Horacio Carrozza

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