https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Para muestra... un botón. Y otros cuentos" de Eduardo Horacio Carrozza (página 2) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
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Con el tiempo, y habiendo estudiado sus horarios y movimientos, nos peleábamos para elegir los lugares más próximos al camino que debía desandar el marino para llegar a su casa.
El privilegio de estar cerca suyo cuando pasaba, era poder percibir el olor a mar que se le había pegado en el cuerpo y el del tabaco de vaya a saber qué lugar exótico del mundo, adonde seguramente viajaba con frecuencia. Escuchar el chillido de sus botas acordonadas, nos dejaba adivinar el crujido de la madera de la cubierta de una nave, debatiéndose contra la marea que, indómita, intentaba marcar territorio y dominio.
Eran unos minutos solamente, pero sobraban para darnos cuenta de todo lo que pasaba. Nuestra imaginación rellenaba el resto y lo que no era más una breve escena se transformaba en lugares, objetos y situaciones.
Nunca habíamos visto cuando se iba. Sí lo veíamos llegar, pero jamás ninguno de nosotros lo vio irse. Eso acrecentaba el misterio. Llegamos a pensar que no fuera un ser real, sino que nosotros lo creábamos. Que nunca se iba del lugar, porque en realidad nunca llegaba. Era nuestro anhelo de aventura el que nos hacía especular acerca del marino.
Un día, sucedió algo que llevó al límite nuestra capacidad de asombro: encontramos un botón de su gabán. Un botón dorado con un ancla grabada en relieve. Lo descubrimos entre los pastos, en el borde del camino que solía recorrer el marino cuando llegaba a su casa.
Este hallazgo nos planteó una disyuntiva: el botón era real, se lo podía tocar, palpar, y sopesar pero… ¿podía existir en un fantasma algo que fuese real? ¿Si un fantasma fuma, la colilla del cigarrillo es real o también es fantasmal? ¿Comen los espíritus? ¿De qué se alimentan? ¿Pueden los fantasmas perder algún objeto de su esencia incorpórea y ser real ese objeto?
Imagínense todas las preguntas, especulaciones y discusiones en torno al marino y su botón porque era de él, de eso no cabía la menor duda. Ahora bien, si resultaba que el marino era un fantasma, ¿cómo hacíamos para entregárselo? Porque eso sí, si en algo nos habíamos puesto de acuerdo, es que teníamos que devolvérselo. Pero ¿cómo se le devuelve algo a alguien que no existe?
Después de algunas deliberaciones, llegamos a la conclusión que teníamos que esperar que volviera y cuando lo viéramos bajar del colectivo, lo interceptábamos y le devolvíamos el botón.
Claro que… ¿quién era capaz de atreverse a hablarle? Porque el que lo hiciera, iba a ser el responsable de romper con la mística del misterio.
Recuerdo que dijimos que era mejor si esperábamos a que no estuviera y se lo dejábamos en la puerta de la casa con una nota, para que supiera que habíamos sido nosotros y así congraciarnos con el marino. Pero, ¿y si lo encontraba otro y se llevaba los méritos? Y aunque ninguno de nosotros quería desperdiciar la oportunidad de escucharle la voz –que al menos nos dijera “Gracias”, sembrando así la semilla de una futura amistad que nos deparara largas tardes de cuentos y anécdotas de la vida en el mar–, coincidimos en que era mejor no tener ningún contacto con él, por lo menos de momento. Aunque, para ser honesto, en definitiva queríamos dárselo nosotros y en persona.
Resuelto el tema, pasamos a otro, más difícil: ¿cómo sabíamos que el botón dorado era de él? Claro que, ¿de quién iba a ser? Con todo el tiempo del mundo y poniendo a toda marcha nuestra capacidad de razonamientos, nos preguntamos cuántos hombres, que además son marinos, había en el barrio.
–Uno solo –dijo El Gordo Jorge, y preguntó–: ¿De qué colectivo se baja?
–Del 403 –dijimos, casi a coro.
–Y ¿cuál es el recorrido del 403? –Preguntó El Gordo–. ¿A dónde va y de dónde viene?
–Va del barrio al puerto –contestó, sin vacilar, El Danielito Gillespi–. El recorrido termina en el puerto. Lo dice el cartel del colectivo. Y a los costados…
Por último, se planteó la cuestión, casi obvia, que el hombre tenía ropa de marino y barba de marino. Pues bien, en tal caso, no quedaba mucho espacio para la duda. La conclusión a la que llegamos, es que el botón era de él. Sí.
Una vez que encontramos la solución a esa premisa inicial, pasamos de inmediato a la segunda: la restitución. ¿Cómo se lo íbamos a dar?

 
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de Eduardo Horacio Carrozza

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