https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Para muestra... un botón. Y otros cuentos" de Eduardo Horacio Carrozza (página 6) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
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Por suerte el gordo no vaciló, sacó el botón del bolsillo, demostrando que no venía en plan de buscar conflictos. La presea brilló, cuando reflejó la luz de los faroles de la calle. Todos vimos como el gordo hacía un esfuerzo por tragar saliva. Después carraspeó y todavía hoy no sé si la inflexión de su voz era la de una pregunta o una afirmación:
–Esto... ¿es suyo? –Preguntó, casi con angustia, ofreciendo el botón con la mano abierta.
El marino, levantó la vista y nos miró. Ahí estábamos todos, que nos habíamos acercado, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo para hacer una ronda en torno a él.
Acto seguido tomó el botón con una de sus manos de dedos gruesos y piel áspera –según contó después el gordo–, bajó la vista hacia su gabán y como quien se mira los pies, miró los botones de su abrigo. Efectivamente, faltaba uno.
Levantó la vista, miró a los ojos al gordo quien, esperando vaya uno a saber qué desenlace final, comenzó a transpirar. Como nos dimos cuenta de lo que sucedía, dimos un paso atrás, agrandando el círculo que rodeaba a los dos protagonistas de la escena: el gordo y el marino. Creo que en ese momento, por la cabeza de todos los presentes cruzó la idea de que era momento de llevar a cabo el Plan-B: rajar.
Fue en ese momento cuando, consciente de que en esa situación no había lugar para los cobardes, no sé de dónde saqué fuerzas y rompí el silencio quitándole protagonismo al gordo:
–¡Lo encontramos nosotros en el pasto! –dije.
El marino dejó de mirar al gordo Jorge para clavarme la mirada a mí. Mis amigos, mejor no quiero pensar porqué, dieron otro paso hacia atrás, con lo que el círculo pasó a tener tres protagonistas en el centro. De alguna manera, comprendí el recule de mis amigos porque, debo confesarlo, sentí miedo cuando el marinero me miró a los ojos durante un momento que a mí me pareció eterno.
No dijo nada. Ni una palabra. Sólo inclinó la cabeza, como quien dice gracias con el gesto y después se guardó el botón dorado en el bolsillo, sin dejar de mirarme.
No los vi –no podía registrar lo que pasaba a mi alrededor–, pero creo que todos respiramos, aliviados y yo creí necesario agregar algo, buscando que el hombre dijera algo.
–¡Lo encontramos nosotros en el pasto! –Repetí y, como me di cuenta que estaba diciendo lo mismo que antes, como para arreglar la cosa y no quedar en ridículo, agregué: –Lo guardamos toda la semana para devolvérselo…
Esa intervención mía, produjo el milagro. Porque la pregunta que todos nos estaríamos haciéndonos era la misma: ¿qué recibiríamos a cambio de devolverle el botón del gabán? El marino sonrió, como si se hubiera dado cuenta que queríamos algo. Fue entonces cuando metió la mano en el bolsillo superior del gabán y sacó una cajita de fósforos azul y blanca con las inconfundibles letras de la marca “Ranchera” y, con la seguridad de quien sabe que está celebrando un trato justo, estiró la mano hacia mí –relegando al gordo Jorge a un segundo plano de espectador de lujo–, y me entregó la caja de fósforos, antes de seguir su camino. El círculo de pibes se abrió como si hubieran recibido una orden. Sin decir palabra, el marinero pasó por la abertura y se marchó.
Yo me quedé con la cajita en la mano, duro, casi petrificado, sin poder articular palabra, mirando cómo el hombre se alejaba, mientras todos empezaron a rodearme a mí –porque el gordo Jorge había perdido su lugar protagónico–, para mirar con curiosidad esa simple caja de fósforos “Ranchera”.
Después de un momento de silencio, alguien dijo, quizás para romper con la solemnidad del momento:
–Che, ¿y si hacemos una fogata y asamos unas papas?
–¡Dale! –respondí–. ¿Quiénes traen las papas?
–Yo… –dijo uno.
–Y yo –agregó otro.
Y se sumó uno más.
–Vos, Jorge –dije, transformado por mi virtual estado de líder del grupo–, tráete algo para tomar.
A los pocos días, ninguno de nosotros se acordaba ni del marino, ni del botón ni de la caja de fósforos “Ranchera” que me había dado. A él, seguimos viéndolo bajar del 403, como era habitual. La única diferencia era que ahora nos saludaba con un movimiento de cabeza y el gabán había vuelto a tener todos los botones.
En honor a la verdad, debo reconocer, que cuando estuve frente al hombre, advertí que el gabán no tenía ni siquiera dos botones iguales. Eran todos dorados, sí, pero distintos.
Y hubo otro detalle del que me percaté al tenerlo frente a mí: las dos letras bordadas en la solapa con hilo amarillo desvaído. Dos letras, una V y una N.
Esta revelación, que me fue concedida por vaya uno a saber qué designio, me hizo tomar una decisión. No decir ni una palabra a mis amigos acerca de esas dos letras bordadas. ¿Por qué? Quizás porque se hubiera perdido la magia y le hubiera quitado al marinero esa condición misteriosa y enigmática, de aventurero, para transformarlo en un hombre común. Por eso me pareció mejor callarlo y que todos conserváramos el recuerdo de que, cuando fuimos niños, nos enfrentamos a todo un imperio y salimos airosos.
Por eso es que no le conté a nadie que esa noche en casa, durante la cena, pregunté que significaban esas iniciales bordadas en el cuello de un gabán azul.
–¿Qué quiere decir VN? –Fue la primera pregunta que solté, como al descuido.
Y cuando mi papá me contestó, hice la segunda pregunta:
–¿Y qué es Vialidad Nacional?

 
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