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Si bien no era mucho pedir esa condición simple, todos coincidimos en que había que proponerla de forma tal que fuera aceptada por el hombre. De ahí la importancia que adquiría el hecho de elegir al más apropiado. Luego de largos cabildeos y siempre con nuestro tesoro bien guardado en una caja de tres hilos “Cadena” facilitada por la madre del gordo Jorge, que era modista, pudimos dar con la persona justa para llevar a cabo tamaña tarea. El hecho de estar hoy acá –escribiendo esta historia–, descarta cualquier posibilidad de que la elección del encargado de la tarea a realizar, haya recaído sobre mí. Volviendo el tiempo atrás, lo cierto es que, entre propuestas y cabildeos, el gran momento se acercaba y ya estábamos a escasas veinticuatro horas de la fecha señalada. Al día siguiente, como todos los jueves al atardecer, iba a llegar el marino en el colectivo 403. La táctica preestablecida, prefijada y ensayada era la siguiente: como desde el edificio hasta la calle había un camino de lajas de unos cuarenta metros, y en ese camino había dos bancos –uno cerca del edificio y otro mas cerca de la calle– y a su vez estos bancos, que estaban separados entre sí por unos quince metros, estaban enfrentados –de forma tal que el banco mas cercano a la calle miraba al Sur y el otro, mas cerca del edificio miraba al Norte–, íbamos a estar sentados en los bancos tratando de no levantar sospecha. El sujeto a interceptar se bajaría en la parada, encendería su cigarrillo, guardaría su caja de fósforos y exhalaría el humo en un ritual ya estudiado hasta el hartazgo de tan repetitivo, y se dispondría a transitar el camino de lajas que pasa por delante de los dos bancos. Después de una acalorada discusión, acordamos que el interceptador, debía estar sentado en el banco cercano al edificio, el más lejano respecto de la parada del colectivo. Esto se resolvió así porque si había que retirarse del lugar en forma urgente, iba a ser más fácil hacerlo por los jardines circundantes al edificio, sin necesidad de llegar a la calle. Cuando el sujeto a interceptar pasara por el banco más cercano, el elegido se levantaría de su lugar para ubicarse en el medio del camino, mientras los demás ocupantes del asiento, se pondrían de pie, formando una muralla a espaldas y a una distancia prudencial del marino. Al mismo tiempo los ocupantes del banco dos –por llamarlo de alguna manera–, se pondrían detrás éste para facilitar la posible huida del interceptador, ante una reacción no prevista por parte del marino. El elegido resultó ser el Gordo Jorge, porque la madre fue la que nos dio la cajita en la que guardábamos en botón, que quedaba en resguardo en la casa del Gordo. La elección también recayó en él porque como era el más grandote de nosotros, inspiraba algo más de respeto. Se había previsto también que, en el supuesto de que el operativo se fuera de madres, los que se encontraban detrás del marino tenían que gritar en determinado momento, con el objetivo de distraerlo, posibilitando la huida del resto, confiando en que el sujeto iba a ser tomado por sorpresa. De modo que todo estaba calculado. Nada podía fallar. Estábamos convencidos que, de alguna manera, íbamos a hacer una obra de bien y por eso la gratificación iba a ser muy grande. Nadie –o casi nadie– había logrado hablar con el marino. Eran muy pocos los que, en el barrio, habían conseguido que los saludara. La mayoría era ignorada por completo y no parecía existir para el tipo. En nuestra forma de ver las cosas, como no había nadie que pudiera emular sus hazañas, era lógico que el marino se mostrara inescrutable, puesto que ninguno estaba a su altura ni en condiciones de hablarle de igual a igual. Pero nosotros íbamos a lograrlo y, claro, eso nos granjearía el respeto y la admiración del todo el barrio.
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