Con ayuda de la azada abrió Dantés entre el peñasco y su base
un conducto, como suelen hacer los mineros cuando quieren ahorrarse un trabajo
demasiado grande, lo llenó de pólvora hasta arriba, y luego, deshilachando su
pañuelo y mojándolo en salitre, hizo una mecha de él. Luego lo encendió y en
seguida se apartó de allí. La explosión no se hizo esperar, la roca vaciló,
conmovida por aquel impulso incalculable, y la base voló hecha añicos. Por el
agujero que antes hizo Dantés salió atropellándose una multitud de amedrentados
insectos, y una serpiente enorme, guardián de aquel misterioso sendero se
deslizó entre el musgo y desapareció.
Acercóse Dantés; la roca, ya sin cimiento, se inclinaba sobre
el abismo. Dio la vuelta el intrépido joven, eligió el punto menos firme e
introduciendo su palanca de madera entre el suelo y la roca se apoyó con todas
sus fuerzas, semejante a Sísifo.