Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos
que más de cerca le rodeaban, vióse en el punto más elevado de la isla cónica,
estatua puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni una barca en torno
suyo, nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con
un cinturón de plata.
Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión
temía que le sucediera un accidente como el que con tanta habilidad había
fingido.