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Al cabo de diez minutos de estar trabajando, la pared se
desmoronó, abriéndose un agujero en que cabía el brazo. Corrió en seguida
Edmundo a cortar el olivo más grueso de los alrededores, y despojándole de las
ramas, lo introdujo a guisa de palanca por el agujero. Pero la peña era bastante
grande y estaba lo suficientemente adherida a su cimiento artificial, para que
la pudiesen arrancar fuerzas humanas, ni aun las del mismo Hércules. Entonces
reflexionó Dantés que lo que había que hacer era destruir este cimiento, pero
¿cómo? Tendió los ojos en torno suyo, con aire perplejo, y reparó en el cuerno
de oveja griega que, lleno de pólvora, le había dejado su amigo Jacobo. Una
sonrisa vagó por sus labios. La invención infernal iba a producir su efecto.
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El Conde de Montecristo (Tomo II)
de Alejandro Dumas
ediciones elaleph.com
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