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Las leyes y costumbres sancionadas por reyes y pueblos están, si bien se examinan, en palmaria contradicción con las palabras que el Génesis pone en labios de Adán, cuando al despertar de su sueño vió ante él a la mujer que Dios había formado de su propia carne y huesos para acompañarlo en perpetuidad de vida. " Hueso de mis huesos y carne de mi carne " exclama Adán al ver a Eva. Y añade: "Esta será llamada Varona, porque del varón fue tomada".

Si los hombres que en academias y liceos dieron las normas gramaticales de los idiomas, depurándolos de bárbaras corrupciones y compilaron los diccionarios, con la recta y figurada acepción de las palabras, hubiesen tenido presente el citado pasaje de la Escritura Sagrada, no sancionaran de seguro el denigrante apelativo de hembra, con que la brutal ignorancia del vulgo inficionado todavía de paganismo designó a la mujer, sin diferenciarla nominativamente de las bestias. En cambio, el orgullo masculino tuvo buen cuidado de reservarse el nombre de varón, relegando despectivamente el de macho a los irracionales, cuando en justicia y en homenaje a la equidad debieran haberse esforzado las autoridades literarias en incorporar al idioma la palabra varona, que hoy mal suena por lo inusitada, y sin embargo es la que en rigor debiera designar a la mujer al compararla estadísticamente con el hombre. Es de todo punto denigrante, aunque el usa lo disimule, la colectiva denominación de hembras a las mujeres aplicada, siempre que es preciso distinguir su sexo del de los varones. La palabra hembra es correlativa de la de macho y no de la de varón. A ésta le corresponde la bíblica y ortodoxa de varona, que dicho sea para atajarles el paso a los chuscos, no fuera propia sinonimizarla con la de varonesa.

Si las mujeres se diesen cuenta de lo denigrante que en recto sentido es para alls la denominación de hembras, romperían desde luego las hostilidades contra tan brutal tradición idiomática e iniciarían la moda de llamarse varonas, como Dios mandó por boca del progenitor de la raza humana. Seguramente que si en reuniones, tertulias, visitas y demás focos de influencia femenina en que la cortesanía otorga una aparente superioridad a la mujer, se atreviesen las dictadoras de la moda a poner en sus labios la palabra varona, pronto cundiría hasta resonar sin extrañeza en todos los oídos y substituir ventajosamente en padrones y estadísticas a su despectiva antecesora.

Mayor motivo para equiparar en denominación a los dos sexos nos da el incremento que de pocos años a esta parte ha tomado el feminismo razonable, cuya finalidad repugna las exageraciones de las extremistas. La mujer promete elevarse del gobierno del hogar al de las instituciones políticas y sociales, no ya en funciones de reina, que ya desempeñó y continúa ejerciendo por el fortuito derecho de estirpe, contraído a pocas de ellas, sino en la concejalía de los municipios, en la alcaldía de las ciudades, la diputación en los Parlamentos, los sillones de las academias y la presidencia de todo linaje de corporaciones. Unicamente los ciegos de entendimiento dejarán de ver el realce que a la categoría social de la mujer ha dado la corriente de los tiempos y la progresiva marcha del inundo. El intento de contrariar este formidable impulso seria tan vano como el parar a los astros en su inerte carrera. La nueva y constantemente creciente independencia de la mujer entraña por necesidad la reforma y reajuste de las instituciones sociales, sobre todo de las pedagógicas. Es preciso dar carácter mucho más práctico a la educación femenina. A fin de que sea del todo apta para moverse desembarazadamente en la más amplia esfera de sus modernas actividades, ha de recibir la mujer otra clase de enseñanzas que le abran mucho más dilatados horizontes de la vida que los que tuvo en el pasado, pues las nuevas ocasiones de adelanto que se le deparan a la mujer de hoy día exigen clamorosamente el desenvolvimiento de sus más robustas facultades. La educación ha de alumbrar manantiales de energía que durante siglos estuvieron ocultos en la mente femenina.

El estrecho camino por donde, desde un principio, anduvo la mujer a remolque del hombre, sin libertad de elegir su modalidad de actuación en la vida, se está ensanchando ante sus pasos de tal manera, que reclama a voz en grito superior educación y más completo desenvolvimiento de su carácter y aptitudes por medio de conocimientos prácticos de inmediata aplicación a las necesidades de la vida doméstica y social. Reclama el despliegue de sus más vigorosas facultades que la capaciten para dirigir y gobernar, que le infundan el don de mando, el espíritu de organización e iniciativa. La mujer del porvenir prosperará en confianza propia y autonomía individual. Desaparecerán las parasitarias, las que para vivir han de buscar algún arrimo en que apoyarse y no saben andar sin tener al hombre por cayado. Siempre, hasta ahora, ha sido la mujer un niño grande llevado por la mano a lo largo del camino de la vida. Ahora insistirá en colocarse junto al hombre. y con él compartir la dirección de la sociedad.

Las características que distinguen a los caudillos y jefes de partidos, agrupaciones, escuelas y naciones se desenvuelven por el estímulo de un gran propósito con la mira puesta en altísimos ideales. Quien contrariamente proceda no irá más allá de ser un tiranuelo, un cacique o un cabecilla sin otra finalidad que la egoísta satisfacción de sus concupiscencias a costa de la bausánica credulidad de sus secuaces. Pero el formidable movimiento feminista de nuestra época está engendrando rápidamente mujeres capaces de alternar, sin temor de fracaso, con políticos y estadistas en la administración y gobierno de los intereses colectivos.

Muy notable es que, no obstante las desventajosas condiciones en que durante tiempo actuó, haya demostrado la mujer insospechados dotes de organización y mando con espíritu de iniciativa y clarísimo discernimiento por doquiera ha compartido con el hombre la responsabilidad de los cargos sociales. Han desechado por completo el prejuicio de que para la mujer no hay más caminos abiertos, sin menoscabo de su honra, que el del matrimonio o el del convento, ni más egidas para su cabeza que el velo de desposada o el de religiosa.

El ingreso de la mujer moderna en el mundo industrial no tuvo plena efectividad hasta que en la Exposición universal de Filadelfia, el año 1876, apareció la primera máquina de escribir. Hasta entonces, aparte de las fábricas de tejidos, pocas industrias empleaban a la mujer en sus manipulaciones, aunque por excepción se concedió en los Estados Unidos, durante la guerra civil de 1862, a las esposas, hijas y hermanas de los voluntarios afiliados a las banderas de la Unión, que ocuparan los cargos que habían dejado vacantes sus maridos, padres y hermanos.

 
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La mujer y el hogar de Orison Swett Marden   La mujer y el hogar
de Orison Swett Marden

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