Se inclinó: era un luis de oro.
Una persona caritativa, una mujer sin duda, había pasado
por allí, había visto, en aquella nochebuena, el zapatito delante
de la criatura dormida, y recordando la conmovedora leyenda, había puesto
en él, con mano discreta, una limosna magnífica, para que la
pequeña abandonada siguiese creyendo en los regalos del niño
Jesús, y conservara, a pesar de su desgracia, un poco de confianza y un
poco de esperanza en la bondad de la Providencia.
¡Un luis! Aquello era muchos días de tranquilidad
y de riqueza para la mendiga, y Luciano estaba a punto de despertarla para
decírselo, cuando oyó a su oído, como en una
alucinación, una voz, la del polaco, que murmuraba muy quedo estas
palabras:
-Hace dos días que no me muevo de aquí, y en esos
dos días no ha salido el diez y siete... Daría un ojo de la cara
si dentro de un momento, al dar las doce, no sale ese número.
Entonces, aquel joven de veintitrés años, que
descendía de una raza de gentes honradas, que llevaba un soberbio nombre
militar y que jamás había faltado al honor, concibió una
espantosa idea; asaltólo un deseo loco, histérico, monstruoso. Con
una mirada se aseguró de que estaba completamente sólo en la calle
desierta, y doblando la rodilla, adelantando con precaución la mano
temblorosa, robó el luis de oro del zapato caído!