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-Me haces acordar de un procurador de Tolosa a quien conocí mucho -le decía.- Una vez que se paseaba por el Pireo recogió una concha de ostra, enorme, y la puso en su vitrina, después de escribir sobre ella: Tal vez sirvió para desterrar a Arístides.

El señor Godefroy no oyó, en esta chanza, sino la palabra vitrina. ¿Por qué no tenía vitrinas en su casa? Recordó vagamente que en los museos del Estado las había soberbias. Al día siguiente, hizo instalar escaparates de roble: veíase, expuestas en ellos, a través de cristales magníficos, las más asombrosas antigüedades. La ciudad se rió a carcajadas. Esto pasaba quince años antes de este relato. Pero estaba escrito que el señor Godefroy tendría suerte en todo. Quiso la casualidad que un verdadero sabio, miembro del Instituto, de paso por Montauban, descubrió una pieza rara en ese baturrillo; tratábase de una medalla antiquísima que dilucidaba un punto curioso de numismática. El sabio presentó un informe a la Academia de Inscripciones y Bellas Letras; los diarios de Tolosa y Montauban hablaron de ello. Fue una revolución en la opinión pública. Durante una semana los que se encontraban en la avenida de las Acacias se decían:

-Parece que el museo del señor Godefroy contiene piezas maravillosas.

La admiración fue tan sincera como había sido violenta la denigración. Bonchamp y Cesarina fueron los únicos que siguieron siendo incrédulos. No se es profeta en su país, dice lamentablemente el Evangelio. El escribano quería demasiado a su viejo amigo para burlarse de él en público, pero cuando los dos estaban solos no se contenía. Cuando le oyó hablar de una pieza rara comprada esa mañana, se echó a reír con todas sus ganas.

Esta vez, el señor Godefroy se puso furioso. Felizmente, Cesarina, arrancada a sus reflexiones por la querella, se apresuró a ponerle término. La llegada de Edith acabó de restablecer la calma, porque los dos amigos olvidaron inmediatamente la discusión que iban a emprender, para no ocuparse sino de la chica. Pero Cesarina estaba interesada en cumplir la promesa que había hecho al señor de Bruniquel.

-La necesito a Edith -dijo.- Tú, mi querido Godefroy, y usted, Bonchamp, me van a hacer el favor de irse al jardín. Tengo que hablar con esta niña.

 
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El hijo de Coralía de Alberto Délpit   El hijo de Coralía
de Alberto Délpit

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