-Los antiguos caballeros aguardaban a sus amadas años
enteros.
-Desgraciadamente, estamos en el siglo XIX.
-¡Una época de prosaísmo! Los jóvenes se ven, se enamoran, se
casan. En otro tiempo, se iba a Palestina.
-Ya no hay Palestina.
Cesarina suspiró hondamente a la idea de que los enamorados de
este tiempo no pueden ya merecer sus amadas yendo a Tierra Santa. El señor de
Bruniquel prosiguió:
-Temo que la señorita Edith no me quiera.
-Lo querrá a usted. ¿Conoce usted a Ipsiboe?
-¿Quién es esa señora?
-Una dama de alcurnia. La heroína de una novela de M.
d'Arlincourt. Está enamorada de Almarico. Almarico es usted: es decir, usted se
le parece. ¡No faltaría más sino que mi sobrina no se enamorara de Almarico!
-No me siento tan tranquilo como usted.
-No debe usted temer a nadie. ¿Quién vale lo que usted entre
los jóvenes que vienen a casa? No el señor Claudio Morisseau. He visto a Edith
sonreír, mientras lo escuchaba, y una muchacha no gusta sino del hombre que le
hace soñar. ¿Los otros? Páselos usted por el cedazo, sin exceptuar uno solo. Ya
va a ver usted lo que queda.
-No habla usted del único que es de temer: del capitán
Daniel.
Cesarina lanzó una carcajada.
-Está usted loco, mi querido amigo. En primer lugar, es un
artillero. Después, es un muchacho frío, altanero, brusco y sin pizca de
romántico. Por último, Edith no hace sino dos meses que lo conoce y hace una
semana que no aparece por casa.