-¡Dios mío! ¡Qué joven eres para la edad que tienes! Dime dónde
has encontrado más fortaleza y más nobleza que en tu hija. ¿Nunca le has mirado
los ojos?
En el momento en que empieza nuestro relato, Edith no se había
pronunciado todavía; esta hermosa criatura contribuía al encanto de las veladas
de la calle Corail. Todos los jóvenes de Montauban en condiciones de tomar
estado, se hicieron presentar al señor Godefroy con esperanza de éxito. En
realidad, todos fracasaron. Edith, siempre cortés, parecía no desanimar a nadie;
no obstante, según la voz pública, dos hombres tenían más probabilidades que los
demás: Claudio Morisseau, artista, cuya familia habitaba el departamento, y un
gentilhombre arruinado, Luis Regis de Montjoye de Bruniquel.
La llegada de Claudio había sido poco menos que un escándalo.
Pequeño, seco, moreno, nervioso, el hombre hacía de eterno gran hombre de
provincia. A los ocho años, mostraba tales disposiciones para la música, que su
madre, viuda de un pagés o campesino rico, lo puso al cuidado del
organista de la catedral. Terminados los primeros estudios, Claudio partió para
París, entró en el Conservatorio, y aun estuvo a punto de conseguir el premio de
Roma. Tuvo la suerte inaudita, a los cinco años de espera apenas, de hacer
representar una partitura en la Opera Cómica. La obra era mediana y no obtuvo
sino un éxito a medias. En lugar de ponerse nuevamente al trabajo, Claudio se
desalentó. Un buen día, se despertó ebrio de pintura, declarando modestamente
que renunciaba a ser Meyerbeer para ser Rafael.
-Por otra parte -decía,- nada se parece más a la música que la
pintura.
Y como nadie comprendía, agregaba con aplomo:
-Ejemplo: yo me paseo por un bosque. Ustedes, burgueses, no ven
allí más que árboles. Yo descubro a la vez un cuadro y una melodía. ¿Los álamos
en el horizonte? Pues son mis clarinetes. ¿Las encinas que crecen? Violines. ¡En
las briznas de hierba y de musgo oigo sonar flautas!
Decía estas cosas fríamente, con tono de profeta. Lo escuchaban
con la boca abierta. Los ingenuos se preguntaban si tenían que habérselas con un
loco o con un gran artista: un gran artista, puesto que no lo comprendían.
Cuando los oyentes parecían muy sorprendidos, Claudio proseguía con solemnidad,
como un juez que está dictando sentencias: