-Necesito novelas donde haya mucho amor, los autores de ahora
no ponen nada de amor en sus novelas. ¡Háblenme de Ipsiboe de M.
d'Arlincourt!
La sombra de ese vizconde se hubiera asombrado bastante de
saber que le quedaba una admiradora en Montauban.
Supónese fácilmente lo que sobre un espíritu vulgar hubiera
producido semejante sistema. Edith no sacó de esa instrucción novelesca más que
un gran amor al ideal. Odiaba esos prosaísmos de la vida que la escuela moderna
erige en principios. Advertida por su razón de los peligros de vivir en las
nubes (como decía desdeñosamente su padre), desconfiaba, al principio, de su
entusiasmo. En cambio, se entregaba a él sin reserva si, después de reflexionar,
los consideraba inspirados por un pensamiento noble. Seductora y rica, no
carecía de adoradores. Su padre hubiera querido que eligiera alguno. El le dijo
un día:
-Tienes veintiún años. ¿Cuándo te vas a decidir a casarte?
-Pronto.
-Entonces, ¿por qué rechazas a todos los que te presento?
-No quiero casarme sino con un hombre a quien ame.
El señor Godefroy se alzó de hombros, y esa misma noche llamó
aparte a su viejo amigo, el señor Bonchamp, escribano en Montauban:
-¿Entiendes tú a Edith? No quiere casarse sino con un hombre a
quien ame. ¡Un hombre a quien ame! Ahí tienes lo que ha resultado de la
educación que ha recibido de su tía. La chica se ha vuelto romántica. ¡Un hombre
a quien ame! ¡Buena pamplina! ¿Y si ama a quien no la merezca?
-Tranquilízate. Edith no elegirá sino a alguien que sea digno
de ella.
-¡Tú siempre tomas su parte!
-Es mi ahijada, y además la conozco; es incapaz de elegir mal.
Aquel a quien ella quiera será un mozo feliz: se casará con una verdadera
mujer.
-¡Todas las mujeres son verdaderas mujeres!