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El barón Larrey pretende que toda cabeza humana tiene parecido con la de un animal. Su teoría era cierta por lo que concierne a la casa del señor Godefroy. El buen hombre pertenecía a la raza de los carneros que presumen de moruecos, es decir, de malos. Ese excelente burgués quería, a toda costa, ser temido:

-Me creen bueno -decía.- ¡Cómo se engañan!

Su hermana Cesarina, su hija Edith lo adoraban y lo manejaban como les daba la gana. El se creía que las dominaba, y tal ilusión bastaba para hacerle dichoso.

No sé, por otra parte, si alguien hubiera podido resistir a Edith. El sol bruñirá, por largo tiempo, sus collados antes de ver nacer otra tan radiosa criatura. No es que sea de una belleza extraordinaria. Esas bellezas no existen más que en las novelas. Edith se contenta con ser bonita: más que bonita, atrayente. Es rubia como una gavilla de trigo: sus ojos son dos florecillas azules. ¿Os gusta la tez suave y nacarada de las rubias? Musset hubiera dicho también de la de Edith que parecía una gota de leche. La boca es un poco grande: no es un defecto cuando los dientes son blancos y están bien dispuestos. El mayor encanto de esta cara es la mirada, dulce y sin embargo firme, leal y sincera. Esa mirada ilumina la casa. ¡Cuántas mujeres bonitas parecen feas! Son las que no están animadas por el rayo de los ojos. Un bello semblante debe estar bien iluminado, como el cuadro de un maestro.

Edith había sido educada por su tía Cesarina, pues la madre había muerto poco tiempo después de su nacimiento.

-Hermana -le dijo un día el señor Godefroy,- te confío tu sobrina. A mí me ocupan demasiado las investigaciones arqueológicas; y, además, no sabría qué hacer de ella. Te dejo el campo libre.

La excelente mujer no se hizo rogar. A pesar de su fortuna había querido voluntariamente permanecer soltera, pretendiendo que no había encontrado su ideal. Se alegró de tener una sobrina que sería su hija. Resultó de ello la más extraña de las educaciones. Cesarina le enseñó a leer en las novelas de caballería que compartía su admiración con la literatura del primer Imperio.

Explicaba así sus gustos literarios.

 
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El hijo de Coralía de Alberto Délpit   El hijo de Coralía
de Alberto Délpit

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