Cesarina se enfadó. Hacía un cuarto de hora que veía venirse
abajo todos sus planes. Godefroy completaba lo que ya Edith había comenzado. No
podía conformarse con la idea de no tener por sobrino al señor de Bruniquel,
hombre tan romántico.
-Pero, ¿piensas realmente dar tu hija a ese artillero?
-preguntó con tono de soberana ofendida.
-¿Si se la daré? ¡Ya lo creo! Hace un mes que procuro darle a
entender, por todos los medios posibles, que accederé a su pedido.
Cesarina acogió la respuesta de su hermano con una sonrisa
despreciativa, a la cual el anticuario, por desgracia, no se dignó prestar la
menor atención. Se sentó en la mesa para escribir la contestación que el soldado
esperaba.
-Bueno, he concluido -exclamó poniendo la carta bajo sobre.- Me
limito a decirle a Daniel que venga en seguida, y que lo espero.
Él mismo llevó la carta al soldado, y volvió al salón, resuelto
a sostener a pie firme el asalto que le preparaba su hermana. Bonchamp se
había arrellanado en su sillón: estaba estudiando, libro en mano, un nuevo
recurso de chaquete. La solterona, de brazos cruzados, se paseaba por el cuarto,
como una leona en la jaula. Hasta ese momento, había logrado contenerse; pero la
paciencia se le acababa. Tenía que desahogarse a toda costa. Comenzó con aire
digno, en el cual apuntaba una altiva tristeza.
-Hermano mío...
Godefroy se quedó visiblemente cohibido. Al buen hombre no le
gustaba resistir cara a cara. No obstante, se decidió:
-¡Y bueno! Soy tu hermano. No hay quien no lo sepa. No vale la
pena de andar repitiéndolo. Y además, harías bien en tratarme con menos
ceremonia.
El aire digno, en que apuntaba una altiva tristeza, se vino
abajo. Cesarina montó en cólera: