-¡Un artillero! ¡Mi sobrina enamorada de un artillero! Pero
¿qué vas a hacer con semejante hombre?
-Haré con él mi felicidad.
-Pero ¡compáralo, por lo menos, con su rival!
-¡Oh! Yo no comparo a Daniel: lo separo.
Cesarina mostró tal expresión de desconcierto, que su sobrina
volvió a sonreír.
-¿Te burlas de mí, malvada? Lo cierto es que puedes jactarte de
haber esquivado mi perspicacia. Te felicito. Has conducido bien tu romance.
¡Cuando pienso que hace tres meses no conocías a ese muchacho! ¿Te ha dicho que
te quería por lo menos?
-Nunca.
-¡Ya lo ves! -exclamó con júbilo Cesarina.
-Estoy segura de que me quiere precisamente porque no me lo ha
dicho. Me miró y eso me ha bastado. Yo lo he querido, porque me parece superior
a todos. He visto que mi padre estaba contento de que visitara la casa con
asiduidad. De modo que no me sorprendí cuando partió hace ocho días.
-¿Te dijo a dónde iba?
-De ningún modo. Eso también lo adiviné. Daniel no puede pedir,
por sí mismo, mi mano. Ha ido, pues, a ver a su tía, la señora Dubois, que vive
retirada del mundo, en el Cantal. No me ha escrito una sola vez, pero estoy
segura de que volverá hoy o mañana y que en seguida pedirá hablar con mi
padre.
La tía iba sin duda a observar a su sobrina que disponía las
cosas según su deseo, que si la imaginación es una bella cosa, es necesario no
abusar de ella, cuando el azar se encargó de consumar la derrota de Cesarina.
Las dos mujeres oyeron un rumor de pasos precipitados en la entrada de la casa y
Godefroy apareció, seguido por un soldado y con una carta en la mano: