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-¡Qué buen partido para mi hija! -pensó.

Acto continuo, le invitó a agregarse a los amigos que se reunían todas las noches en la calle Corail. El joven le dio las gracias y se quedó en su casa. Quince días después, en un baile, fue presentado a Edith. Entonces, visitó dos o tres veces por semana la casa del anticuario. Los rivales que se disputaban la mano de la señorita de Godefroy, se amedrentaron al principio ante adversario de semejante talla. El mismo Claudio Morisseau se sintió sacado de quicio en su extático orgullo. Sin embargo, todos se tranquilizaron, viendo que Daniel mantenía su frialdad y Edith su serenidad. El señor de Bruniquel fue el único que barruntó un enemigo serio. Un hombre muy querido por las mujeres conserva siempre, de las vinculaciones pasadas, una especie de doble vista femenina. ¡Quién sabe! Acaso Cesarina se equivocaba al darle tantas seguridades. No iba a tardar, por otra parte, la señorita, en dilucidar ese punto importante.

-Déjate de tocar el piano y ven a sentarte aquí, a mi lado -le dijo cuando Godefroy y Bonchamp se hubieron marchado.- Nuestra conversación va a ser grave, muy grave.

Algo asombrada de oír a su tía hablarla con tanta solemnidad, Edith obedeció y sentóse sobre el canapé donde estaba la solterona. Esta empezó por besar con ternura a su sobrina. Suspiró profundamente dos o tres veces. Después:

-¿Qué te parece el señor de Bruniquel?

-No me parece -dijo Edith.

-Lo has tratado, sin embargo.

-Sí, pero nunca lo he mirado.

Esta simple frase dio al traste con todas las ideas de la tía.

-Esta chica tiene ideas que me confunden -pensó. Luego repuso:

-¡Con todo, es tan buena persona! ¡Y tan romántico! Yo te he dado a leer Ipsiboe: se parece a Almarico.

 
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El hijo de Coralía de Alberto Délpit   El hijo de Coralía
de Alberto Délpit

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