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-¡Reses! -repuso el Niño sonriendo y acercando un tizón vivo a su cigarrillo- Tengo bastante que comer, sin tener que molestarme cuidando que comer, ganado.

-Pero si le he dicho que tengo otras cosas tamién -dijo el desconocido con tono de aflicción.

El joven se rió y se alzó de su asiento.

-¡Oigamé! -exclamó- Vi'aura mesmo a perseguir a loh' indios... Tal vez me entrevere con ellos. Están retirándose despacio, no pudiendo dir ligero con cuanto han robao. En quince días váyase al Tandil y esperemé ay. En cuanto a tierras, si Dios leh' a dao tantas a los ñanduces, no es cosa de mucho valor.

Entonces se inclinó hacia la muchacha que estaba a su lado, para decirle algunas pocas palabras al oído, y en seguida, dirigiendo un simple "buenas noches- a los demás, salió ligeramente de la cocina. La muchacha, por otra parte, también se precipitó de la habitación, para ocultar sus lágrimas del ojo avizor de su madre y su tía.

Entonces, el desconocido, reponiéndose del asombro que le causara la terminación tan brusca de la plática, se levantó gritando en alta voz:

-¡Esperesé...! ¡Esperesé un momentito, una palabrita más! -y salió precipitadamente en pos del mozo. Vio al Niño a cierta distancia del rancho, a caballo, inmóvil, como si esperase para hablarle.

-Esto es lo que quería'ecirle -indicó el Niño, inclinándose hacia el desconocido- Güélvase a Langueyú y redifique su rancho, y aguardemé hasta que le traiga a su mujer en un mes más. Cuando le dije que juera al Tandil en unos quince días más, jué sólo pa engañar a ese mal intencionao de Policarpo. ¿Cómo podría yo andar cien leguas de ida y otras cien de güelta en quince días? No le diga palabra a naides de todo esto. Y no tenga cuidao si era que no güelgo con su mujer en la fecha que le he di tome un poco?e plata que me ha ofertao y pidalé a algún cura que diga una misa por el reposo'e mi alma; porque si ansí juera, misa pnengún hombre jamás me verá otra vez, y los caranchos se estarán quejando?e que ya no queda carne en mis guesos.

Durante este breve coloquio, y después, cuando Gregorio y su familia se fueron a acostar, dejando al desconocido que durmiera en la cocina, sobre sus pellones, al lado del fogón, Policarpo, quien había jurado rotundamente no cerrar los ojos en toda la santa noche, se ocupó en asegurar a su tropilla. Arreándola a su casa, ató a los caballos a la tranquera, a unos ocho metros de la puerta de la cocina. Entonces se sentó al lado del fogón fumando y dormitando; maldijo a su boca seca y asoñolientos ojos, que tanto le costaba mantener sus abiertos. Alrededor de cada quince minutos se alzaba de su asiento y salía de la cocina, para asegurarse si la tropilla estaba siempre allí. Por último, al levantarse, un poco después de medianoche, su pie tropezó con algún objeto de metal; era un cencerro singularmente parecido al que tenía atado a la madrina de su tropilla. Llevándolo consigo, se dirigió a la puerta, y mirando afuera, vio ¡que la tropilla había desaparecido! Ocho caballos; siete tordillos, cada uno rápido y seguro, sanoscomo el cencerro que llevaba en la mano, y taniguales uno con otro como lo serían siete huevos de color de clarete en el nido de un tinamú; y el octavo, la mansa yegua overa, la madrina a la cualsus caballos amaban y hubieran seguido hasta el fin del mundo, ¡ay!, ella también había desaparecido, montada por ese maldito ladrón.

Se precipitó afuera gritando como un loco y profiriendo maldiciones; y, por último, para terminar, arrojó el cencerro, que ahora de nada le servía, a la tranquera, haciéndolo añicos. ¡Oh, aquel, cencerro! ¡En cuántas ocasiones y en cuántas pulperías no se había preciado, ya ebrio, ya en su sano juicio, de su melodioso sonido de largo alcance, aquel expresivo son que en el silencio de la noche le comunicaba que su querida tropilla estaba segura! Ahora saltó encima de los trozos del cencerro, enterrándolos en la tierra; en su furia, habría sido capaz de desenterrarlo otra vez, para molerlos hasta hacerlos polvo con sus dientes.

Los niños, inquietos, rebullían en su camas, soñando de la niñita perdida en el desierto; y el desconocido, medio despertó, murmurando:

"-Animo, Torcuata..., que no se te rompa el corazón..., alma de mi vida, el Niño te traerá de vuelta... sobre mi pecho, rosa fresca, rosa frescal!"

Entonces las manos volvieron a desplegarse, y el murmurio se apagó.

Gregorio despertó enteramente, y adivinó al instante la causa del clamoreo:

-¡Madalenal ¡Mujer! -exclamó-. Escuchá a Policarpo; ¡el Niño lo ha hecho pagar su insolencial ¡Qué tonto, le previne y no me 'hizo caso!

Pero Magdalena no quiso despertar, y así, escondiendo la cabeza debajo de la colcha, Gregorio le hizo temblar la cama de sofocada risa, tanto le agradaba la que le había jugado el Niño al baladrón de su primo. Cesó de súbito la risa y asomó la cabeza otra vez, revelándose a la escasa luz del madrugar un rostro preocupado y, solemne, pues había pensado de repente en su bonita hija, que dormía en la pieza vecina. ¿Dormiría? Era más que probable que estuviera bien despierta, pensando en su dulce amante, cuyo caballo en ese momento, en su arrancada hacia el Sur, estaría rozando con sus cascos el rocío del blanquecino pasto de la pampa, dirigiéndose a todo correr alcorazón de aquella vasta soledad. Tal vez su hija también escucharía al bandido de su tío, dirigiendo apóstrofes a las estrellas, mientras que con su facón hacía en la tierra dos profundos tajos, de unas tres varas de largura, en forma de cruz, símbolo sagrado, sobre el cual, al terminarlo, pensaba jurar y una horrible venganza.

-¡Falta -murmuró Gregorio- que el Niño no vaya también a jugármela a mí en este rancho.

Cuando supo el desconocido al día siguiente lo que había pasado, pudo mejor comprender la razón por la cual el Niño, le había dado esa precaución la noche anterior; ni le desconcertó, por cuanto le parecía que era mucho mejor que un hombre malicioso perdiera su tropilla, a que el Niño emprendiera una aventura como ésa mal montado.

"No debo olvidar -pensó Policarpo, al alejarse en un caballo que le había prestado su primo- estar en el Tandil en quince días, con mi facón bie afilao y mi trabuco cargao con un puñao'epólvora y con no menos de veintitrés balitas."

¡El tal Policarpo del Sur, como vemos, no entendía de bromas. Se halló presente en el lugar de la cita al tiempo señalado, balitas y todo; pero el imberbe y misterioso Niño Diablo no acudió, y aún más raro todavía, tampoco se presentó el tal de la Rosa de cara asustada, para encontrarse con su perdida Torcuata. En la noche del quinzavo día, de la Rosa estaba en Langueyú, en el nuevo rancho que acababa, de reedificar, con la ayuda de algunos pocos vecinos. Durante toda aquella noche permaneció sentado a solas, al lado del fogón, meditando sobre muchas cosas. Si sólo pudiera recobrar la esposa que había perdido, diría un largo "adiós" a aquella desolada frontera, y la llevaría al otro lado del mar, a aquella casa de campo de piedra, sombreada por los árboles de Andalucía, que había abandonado de muchacho, y donde sus viejos padres aún vivían, jamás pensando' que fueran a ver otra vez al hijo vagabundo. Había tomado una resolución: vendería todo lo que tenía, todo, menos una porción de terreno en Langueyú, con el rancho recién construido; y al Niño Diablo, su libertador, le diría: "Vea, amigo, aunque usté desprecia las cosas que otroh' estiman, tome este pedazo de terreno y este pobre rancho; hágalo por la niña Magdalena, a quien ama, pueh' entonces tal vez sus padres no se la negarán."

 
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de Guillermo Enrique Hudson

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