-'Stá allá adentro, amigo -repuso Gregorio-Sigamé nomás, y lo verá con sus propios ojos. Pero vea, amigo, desensille primero, pa que se revuelque su flete antes que se le saque el sudor.
-¡Cuántos fletes no -he corrido esta noche en la última carrera que jamáh echarán, por este asunto! -manifestó el desconocido, quitándole rápidamente la montura y los pellones al caballo-. Pero, dígame otra cosa, amigo: ¿está güeno y sano el Niño Diablo...? ¿No está enfermo? ¿No ha tenido nengún percance, al.-ún güeso roto o un pie torcido?
-Amigo -repuso Gregorio-, he'oído que hace una punta'e tiempo le pasó una mano a la luna; pero jamás he oído que le haiga pasao una al Niño Diablo.
Asegurado sobre este punto, el desconocido siguió al dueño de casa a la cocina, hizo sus saludos y se sentó al lado del fogón. Era un hombre de unos treinta años, buen mozo, de rostro macilento, los ojos inyectados, sus modales intranquilos, y se veía como uno a quien una gran calamidad ha vuelto medio loco. La hospitalaria Magdalena le sirvió algo y le instó a que comiera. Consintió, aunque mal de su grado, y engulló su cena en pocos momentos, murmurando después una oración; entonces, ojeando con curiosidad a los dos hombres sentados cerca de él, se dirigió al corpulento, bien armado y temible Policarpo: -Amigo -dijo, aumentando su agitación a medida que hablaba-, hace cuatro días que lo ando buscando, sin comer y sin descansar, tan grande es mi necesidá que usté me ayude. Sólo usté, después de Dios, puede ayudarme. Ayúdeme en este trance, y la mitá de toita mi hacienda será suya, y los angeles del cielo celebrarán su hazaña.
-¿Qué, está usté loco o borracho? -preguntó Policarpo.
-Señor -repuso el desconocido con gravedad-, no he probao vino hace muchos días, ni tampoco me ha güelto loco mi gran pena.
-Entonces, ¿qué es lo que le pasa a este hombre? -musitó Policarpo-. ¡Hum! Tal vez sea miedo, porque tiene la cara blanca como uno que ha visto a loh' indios.
-¡Ahál ¡Loh'e vistol Juí uno de los desgraciaos que primero leh' icieron frente, y la mayor parte'ir e loh' amigos que me acompañaron sirven aura de comida pa los perros cimarrones. Ande estaban nuestros ranchos, sólo quedan cenizas y manchas de sangre en el suelo. ¡Oh, amigo!: ¿qué, no endivina por, qué pensé sólo en usté cuando me pasó esta gran desgracia..., por qué he andao día y noche buscándolo?
- ¡Ay juna! -exclamó Policarpo-, ¿en qué pantano quedrá meterme este hombre? Una vez por toas, le digo que no le entiendo. ¡Déjeme en paz, pajuerano, o peliaremos! aquí tocó significativamente su arma.
En esto, Gregorio, que siempre obraba con calma en todo, lo creyó oportuno intermediar:
-Usted está equivocado, amigo -dijo-; el Niño Diablo, por quien me preguntó, eh' el mozo que está sentao a su izquierda.
Una expresión de asombro, seguida por otra de intenso alivio, cruzaron el rostro del desconocido, y volviéndose al joven, dijo:
-Perdóneme, amigo, que me haiga equivocao; tal vez sea la pena la'que me ha nublao la vista; pero a veces no podemos distinguir entre la hoja'e fierro y la de acero. Es sólo cuando lah' emos probao que descubrimos cuál es la de fierro y tirándola al suelo, guardamos l'otra y les confiamos nuestras vidas. Las palabras que yo he dicho eran pa usté, usté lah' a oído.
-Dígame en qué puedo servirlo -preguntó el Niño.
-¡Qh, señorl Usted puede hacerme el servicio más grande. Puede devolverme a mi mujer, que he perdido. Los salvajes se la han llevao cautiva. ¿Qué puedo hacer pa salvarla...,yo que no puedo hacerme invisible, ni volar como el viento? -aquí inclinó la cabeza y cubriéndose el rostro, se abandonó a su gran pena.
-¡Anímese, amigo! -dijo el otro, rozándole suavemente el brazo-. Yo se la degolveré.
-¡Ay, cómo puedo agradecerle eso que dice! -exclamó el infeliz hombre, agarrándole la mano y apretándola.
-Digamé cómo se llama su mujer..., descríbamela.
-Se llama Torcuata. Torcuata de la Rosa. Será un dedo máh' alta que esta niña -dijo, señalando a una de las dos mellizas, que estaba de pie-; pero no es morena; tiene las mejillas coloradas... ¡No, no! Me olvido que aura estarán blancas, más blancas que la cuajada, y con manchas oscuras debajo'e loh'ojos. Tiene el pelo castaño y loh' ojoh' azules, pero muy, muy escuros. Mírelos con atención, amigo, no vaya a ser que los crea negros y la deje allá que se muera.
-¡Nunca! -terció iGregorio, sacudiendo la cabeza.
-¡Basta, amigo! Basta con lo que me ha dicho -dijo el Niño, liándose un cigarrillo.
-¡Basta! -repitió el otro asombrado-. Pero esque usté no sabe; ella es todo pa mí; usté tiene mi vida en sus manos. Había ido a pagarle los sueldos a los puesteros, cuando lo'h' indios se dejaron caer redepente, y quemaron mi rancho en la Chilca, a l'orilla' el Langueyú, y se llevaron cautiva a mi mujer, mientra y estaba yo ausente. Pero se leh' han escapao a loh' infieles ochocientas reses, que quedaron rezagadas, y la mitá serán pa usté, además de la mitá'e toita mi hacienda.