-Ahora, si lo cortásemos aquí, señora de
Parker -dijo el médico- vería los pulmones bloqueados con polvo
blanco. ¡Respire, mi amigo!-. Y la señora de Parker nunca supo con
seguridad si vio o si creyó ver un gran abanico de polvo blanco brotar de
los labios de su pobre marido querido. Pero qué lucha había tenido
para criar a esos seis chicos y sobrevivir. ¡Había sido terrible!
Luego, justo cuando ya eran suficientemente grandes como para ir a la escuela,
la hermana de su marido vino a quedarse con ellos para ayudarlos, y sólo
hacía dos meses que estaba cuando se cayó por un tramo de la
escalera y se lastimó la columna. Y durante cinco años
marná Parker tuvo otro bebé... ¡y cómo lloraba
éste!... a su cargo. Luego Maudie tomó por el mal camino y se
llevó a su hermana Alice; los dos muchachos emigraron y Jim fue a la
India con el ejército, y Ethel, la menor, se casó con un camarero
pequeño e inútil que murió de úlcera el año
en que nació el pequeño Lennie. Y ahora el pequeño
Lennie... mi nieto...
Las pilas de tazas sucias, de platos sucios, fueron lavadas y
secadas. Los cuchillos negros como tinta fueron limpiados con un pedazo de papa
y pulidos con un pedazo de corcho. La mesa fue fregada y el armario y la pileta
en la que nadaban colas de sardinas...
Nunca había sido un chico fuerte... desde el principio.
Había sido uno de esos chicos rubios que todo el mundo toma por una nena.
Tenía bucles claros y plateados, ojos celestes, y una pequita como un
diamante a un lado de la nariz. ¡qué trabajo tuvieron ella y Ethel
para criar a ese niño! Cuántas cosas sacadas de los diarios
habían probado con él! Todos los domingos a la mañana Ethel
leía en voz alta mientras mamá Parker lavaba la ropa: