Aunque fea, seca como un haz de leña, y llena de granos como una primavera, la señora Dubuc no carecía de partidos a elegir. Para conseguir sus fines, mamá Bovary debió apartar a todos y hasta logró frustrar hábilmente las intrigas de un salchichero apoyado por los curas.
Carlos había entrevisto el advenimiento de una situación mejor con el matrimonio, imaginando que estaría más libre y que podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer fue el amo; debía decir en público esto o lo otro, no decir aquello, ayunar los viernes, vestirse como a ella le placía, apurar por orden suya a los clientes que no pagaban.
Abría sus cartas, espiaba sus idas y venidas y lo escuchaba detrás de la: puerta cuando hacía la consulta en su despacho y recibía a alguna mujer.
Reclamaba el chocolate todas las mañanas, con interminables consideraciones. Se quejaba sin cesar de sus nervios, sus pulmones, sus humores. Le molestaba el ruido de pasos; si él se alejaba la soledad se le hacía odiosa, volvía a su lado y decía que lo hacía para verla morir. Cuando Carlos regresaba por las noches, sacaba de entre las sábanas sus largos y flacos brazos y le rodeaba el cuello, haciéndolo sentar a su lado en el borde de la cama para contarle sus congojas: ;la olvidaba, amaba a otra! Ya le habían prevenido que sería desdichada; y concluía por pedirle algún jarabe para su salud y un poco de amor.