Por doscientos francos anuales encontró en una aldea, en los confines de la región de Caux y de la Picardía, una especie de habitación mitad granja, mitad casa solariega; apenado, roído por los pesares, acusando al cielo, celoso de todo el mundo, se recluyó a los cuarenta y cinco años, desengañado de los hombres - decía - y decidido a vivir en paz.
Su mujer lo había querido con locura; lo había amado con muchos servilismos que lo apartaron aún más de ella. Antaño jovial, expansiva y amante, al envejecer (como el vino destapado que se hace vinagre) se había vuelto de mal carácter, quejumbrosa, nerviosa. ¡Había sufrido tanto sin lamentarse cuando lo veía correr tras cualquier enagua aldeana y cuando regresaba de los malos lugares por las noches, hastiado y apestando a borrachera! Luego, el orgullo se sublevó. Calló entonces, tragando la rabia con mudo estoicismo que conservó hasta su muerte. Vivía en permanente ajetreo de gestiones y negocios. Visitaba a los abogados, al presidente de la corte, recordaba el vencimiento de los documentos, obtenía plazos en el hogar planchaba, cosía, lavaba, vigilaba a los trabajadores, pagaba sus cuentas, mientras el señor, sin inquietarse por nada, continuamente adormecido en una somnolencia malhumorada de la que sólo despertaba para decirle cosas desagradables, permanecía fumando junto al fuego, escupiendo sobre las cenizas.
Cuando ella dio a luz un hijo, tuvo que darlo a criar afuera. A su regreso a la casa de los padres, el crío fue mimada como un príncipe. La madre lo alimentaba con golosinas; el padre lo dejaba correr descalzo y, para dárselas de filósofo, decía que bien podía andar desnudo, como las crías de los animales. Contra las tendencias maternales, abrigaba cierto ideal viril de la niñez con el que trataba de modelar a su hijo, pretendiendo que se le educara duramente, a la espartana, para darle una buena constitución. Lo enviaba a dormir a un cuarta frío, le enseñaba a beber grandes tragos de ron y a insultar a las procesiones. Pero, apacible por naturaleza, el niño respondía mal a sus esfuerzos. Su madre lo llevaba siempre consigo; le recortaba monigotes, le contaba cuentos, y se entretenía con él en interminables monólogos llenos de melancólicas alegrías y de mimos balbucientes. Sobre esa cabeza infantil concentró ella, condenada a una vida de aislamiento, sus vanidades dispersas y quebradas. Soñaba con altas posiciones, lo veía grande ya, guapo, espiritual, con un cargo en puentes y caminos o en la magistratura. Le enseñó a leer y hasta a cantar dos o tres pequeñas romanzas en un viejo piano suyo. A todo esto, el señor Bovary, poco inclinado a las letras, decía que no valía la pena. ¿Acaso tendrían alguna vez el dinero para costearle su educación en las escuelas públicas, para comprarle un cargo o establecerlo en el comercio? Además, un hombre con frescura siempre triunfa en el mundo. La señora Bovary se mordía los labios y el niño erraba por la aldea. Iba detrás de los labradores, espantando a cascotazos a los cuervos que levantaban el vuelo. Comía moras de los cercados, cuidaba los pavos con una vara, secaba el heno durante la cosecha, corría por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia los días de lluvia, y en las grandes fiestas suplicaba al campanero que le dejara tocar la campana para suspenderse con el cuerpo de la gran cuerda y sentirse arrastrado en su vuelo.
Así creció como un roble. Adquirió fuertes manos, buenos colores.