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A los doce años su madre logró hacerle iniciar los estudios. Encargaron de ello al cura. Pero las lecciones eran tan breves y escasas que de poco servían. Las recibía al azar en la sacristía, de pie, de prisa, entre un bautismo y un entierro; o si no el cura enviaba a buscar a su alumno después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto y se instalaban allí; los moscardones y las mariposas de luz revoloteaban en torno de la candela. Hacía calor y el niño se adormecía; el buen hombre, somnoliento, con las manos cruzadas sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el cura, de regreso de la casa de algún vecinos enfermo donde llevara el viático, divisaba a Carlos vagando por los campos, lo llamaba, lo sermoneaba durante un cuarto de hora y aprovechaba la oportunidad para hacerle conjugar el verbo de turno al pie de un árbol. La lluvia o algún conocido que acertaba a pasar los interrumpía. Por lo demás, estaba contento con él, y hasta decía que el joven tenía mucha memoria.

Carlos no podía quedar así. La señora Bovary fue enérgica. Avergonzado o quizá fatigado, el señor Bovary cedió sin resistencia, y aguardaron un año más hasta que el muchacho hiciera su primera comunión.

Pasaron otros seis meses; al año siguiente, Carlos fue definitivamente enviado al colegio de Ruán, donde su padre lo llevó personalmente, a fines de octubre, época de la feria de Saint-Romain.

Actualmente nos sería imposible a todos nosotros recordar algo suyo. Era un chico de temperamento moderado que jugaba en los recreos, trabajaba en clase, escuchaba la lección, dormía bien en el dormitorio, comía bien en el refectorio. Tenía por encargado a un quincallero al por mayor de la calle Ganterie que lo sacaba una vez por mes, el domingo; luego de cerrar su tienda lo enviaba a pasear por el puente para mirar los barcos y después lo llevaba de vuelta al colegio a las siete, antes de la cena. Los jueves por la tarde escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres panes de lacre; después repasaba sus cuadernos de historia o leía un viejo volumen de Anacarsis que llevaba consigo al estudio. Durante el paseo hablaba con el sirviente, un campesino como él.

A fuerza de aplicación fue siempre un alumno mediano, y cierta vez llegó a ganar un accésit de historia natural. Pero, al final de la tercera, sus padres lo retiraron del colegio para que estudiara medicina, convencidos de que podría arreglarse solo con su bachillerato.

Su madre le eligió una habitación, en el cuarto piso de l'Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido suyo. Arregló su pensión, se procuró muebles, una mesa y dos sillas, hizo traer de su casa una vieja cama de cerezo silvestre y compró además una estufa de hierro colado con provisión de leña para calentar a su pobre niño. Al cabo de una semana se marchó con mil recomendaciones de que se portara bien, ahora que estaría abandonado a si mismo.

El programa de los cursos leído en el anuncio, le causó un cierto aturdimiento: curso de anatomía, curso de patología, curso de fisiología, curso de farmacia, curso de química y de botánica, y de clínica y de terapéutica, sin contar higiene y materia médica, nombres todos ellos cuya etimología ignoraba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.

No comprendió ni jota, era inútil esforzarse escuchando, no captaba. Sin embargo, se aplicaba al estudio y tenía cuadernos de tapas duras. Seguía todos los cursos y no se perdía una sola visita. Cumplía su pequeña labor cotidiana como el caballo de picadero que da vueltas a la pista con los ojos vendados, ignorante de la tarea que lo abruma.

 
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