Para ahorrarle gastos su madre le enviaba todas las semanas, por un mensajero, un trozo de ternera al horno con que almorzaba por las mañanas, a su regreso del hospital, sin detenerse en la caminata. Luego debía correr a clase, al anfiteatro, al hospicio, y regresar a casa recorriendo la ciudad. Por la noche, después de la magra cena de su huésped, subía a su cuarto y se ponía de nuevo a trabajar con sus ropas mojadas por la humedad que secaba ante la estufa enrojecida.
En las hermosas tardes del verano, a la hora en que se vacían las tibias calles, cuando las criadas juegan al volante en los umbrales de las puertas, abría su ventana y se asomaba. El riacho, que convierte a ese barrio de Ruán en una innoble Venecia menor, corría abajo, amarillo, violeta o azul, entre puentes y verjas. Algunos obreros, en cuclillas sobre la margen, lavaban sus brazos en el agua. En lo alto, husos de algodón habían sido puestos a secar en perchas que sobresalían de los graneros. Enfrente, más allá de los techos, se extendía el alto cielo puro donde se ocultaba el sol rojo. ¡Qué hermoso tiempo debía hacer allí, qué frescura bajo las hayas! Y abría las narices para aspirar los buenos olores del campo que no llegaban hasta él.
Adelgazó, se le alargó el talle y su cara asumió una especie de doliente expresión que la hizo casi interesante.
Naturalmente, por negligencia, llegó a liberarse de las resoluciones tomadas. Una vez faltó a la visita, al día siguiente a clase, y saboreando paso a paso la pereza, no retornó a ellas.
Adquirió el hábito de la taberna y la pasión del dominó. Le parecía un acto precioso de su libertad que realzaba su estima ante sí mismo eso de encerrarse todas las noches en un sucio lugar público para golpear las mesas de mármol con fichas de hueso marcadas de negros puntos. Era su iniciación en el mundo, el acceso a los placeres prohibidos; al entrar, posaba la mano en el picaporte con alegría casi sensual. Muchas cosas comprimidas en él se dilataron entonces; aprendió de memoria coplas que cantaba en las bienvenidas, se entusiasmó con Béranger, supo dar puñetazos y por fin conoció el amor.
Gracias a estos trabajos preparatorios fracasó en el examen de oficial sanitario. ¡Y esa misma noche lo aguardaban en casa para festejar el triunfo!
Partió a pie y se detuvo a la entrada de la aldea, adonde hizo acudir a su madre para contarle todo.
Ella lo disculpó atribuyendo el fracaso a la injusticia de los examinadores y le dio alguna fuerza, encargándose de arreglar las cosas.
Sólo cinco años después el señor Bovary se enteró de la verdad; era vieja y la aceptó porque, por otra parte, no podía admitir que un hijo suyo fuera tonto.
Carlos por lo tanto, se reintegró a su trabajo y preparó sin desmayos las materias del examen, aprendiendo de antemano las respuestas de memoria. Se recibió con notas bastante buenas. ¡Qué día más hermoso para su madre! Dieron una gran cena.
¿A dónde iría a ejercer su arte? A Tostes. Allí sólo había un médico viejo.
La señora Bovary acechaba su muerte desde tiempo atrás, y el buen hombre todavía no había liado sus petates para el otro mundo cuando ya Carlos se instalaba enfrente como su sucesor.
Pero no bastaba con haber educado a su hijo, con haberle enseñado medicina y descubierto a Tostes para que la practicara: le hacía falta una mujer. Ella se la encontró, la viuda de un ujier de Dieppe, de cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta.