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La batahola se produjo y subió in crescendo, con agudos chillidos (aullábamos, ladrábamos, pataleábamos, repetíamos: ¡Carbovari! ¡Carbovari!); luego se perdió en notas aisladas, calmándose a duras penas y resurgiendo de pronto en algún banco, desde donde brotaba, como mal apagado petardo, alguna sofocada risa.

Sin embargo, bajo la lluvia de penitencias, el orden se restableció poco a poco en la clase, y el profesor, que había logrado captar el nombre de Carlos Bovary después de hacer que se lo dictara, deletreara y releyera, ordenó al pobre diablo que se sentara en el banco de los holgazanes, al .pie de su cátedra. El echó a andar hacia allí, pero vaciló un momento antes de ponerse en movimiento.

-¿Qué busca? - preguntó el profesor.

- Mi go... - dijo tímidamente el novel paseando en torno una mirada inquieta.

-¡Quinientos versos para toda la clase! - exclamado con voz furiosa, detuvo como el Quos ego una nueva borrasca- ¡A ver si se quedan quietos! - prosiguió el profesor indignado, y enjugándose la frente con el pañuelo que acababa de sacar de su toga -: En cuanto a usted, el novel, me copiará veinte veces el verbo ridiculus sum.

Luego, con voz más dulce:

- Eh, ya encontrará su gorra, ¡no se la han robado!

Se hizo la calma. Las cabezas se inclinaron sobre los cartapacios, y el novel se mantuvo durante dos horas en ejemplar actitud, a pesar de recibir de vez en cuando alguna bola de papel lanzada con el cabo de una pluma que le salpicaba el rostro. Se quedaba inmóvil, con los ojos bajos, después de pasarse la mano para enjugarse la trota.

Por la tarde, en el estudio sacó del pupitre sus manguitos, ordeno sus útiles, y acomodó cuidadosamente el papel. Vimos que trabajaba a conciencia, buscaba sus palabras en el diccionario, y que tomaba las cosas a pecho. Sin duda, gracias a esta buena, voluntad de la que dio pruebas, no lo pasaron a la clase inferior; porque si bien sabía discretamente las reglas, carecía de elegancia en sus frases. El cura de la aldea había empezado a enseñarle latín, pues sus padres, por economía, no lo mandaron al colegio sino muy tarde.

Su padre, el señor Carlos Dionisio Bartolomé Bovary, ex asistente de cirujana mayor, comprometido en ciertos asuntos de conscripción hacia 1812 y forzado entonces a abandonar el servicio, aprovechó sus ventajas personales para cazar al vuelo una dote de sesenta mil francos que se le ofrecía con la hija de un mercero enamorada de su apostura. Guapo, jacarandoso, haciendo sonar las espuelas y luciendo patillas que se prolongaban en el bigote, con los dedos siempre adornados de sortijas y vestido con vistosos colores, tenía aspecto de bravo y facundia de viajante. Después de casado vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien y levantándose tarde, fumando pipa tras pipa de porcelana, regresando tarde a casa, una vez terminados los espectáculos, y frecuentando los cafés. El suegro murió y dejó poca cosa; indignado, se lanzó a la fabricación, perdió algún dinero y se retiró al campo, donde pretendió hacerse valer. Pero como entendía de cultivos tanto como de telas, y como montaba sus caballos en lugar de hacerlos labrar la tierra, se bebía la sidra embotellada en lugar de venderla, comía las mejores aves de su gallinero y lustraba sus botas de caza con la grasa de sus cerdos, no tardó en advertir que más valía dejar de plano toda especulación.

 
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