Vestía el traje usual de los hombres de su profesión, aunque su
modo de vestir pecaba de negligente y descuidado. La levita estaba algo ajada y
el pantalón deshilachado por los talones. Era todavía joven, pero algo encorvado
de hombros, y al andar echaba la cabeza hacia delante. En su puerta, vio el
bastón que Holmes tenía en la mano y corrió a apoderarse de él lanzando una
exclamación de alegría.
-¡Cuánto me alegro! -dijo-. No estaba seguro de si lo había
dejado aquí o en casa del corredor. Por nada del mundo quisiera perder ese
bastón.
-Veo que es un regalo.
-Si, señor.
-Del hospital de Charing Cross.
-Un recuerdo de los amigos que tengo allí. Me lo regalaron
cuando me casé.
-¡Caramba, esto se pone mal! -exclamó Holmes moviendo la
cabeza.
El doctor le miró sorprendido
-¿Cómo que se pone mal? -preguntó.
-Quiero decir que esa es una de las cosas que no habíamos
adivinado -replicó Holmes-. ¿De modo que fue con motivo de su boda?...
-Si; me casé y, naturalmente, tuve que abandonar el hospital.
Con ello perdí las esperanzas de tener una clientela fija, pero me era necesario
crearme un hogar.
-¡Vaya, vaya! Por fin resulta que no íbamos desencaminados del
todo. Y ahora, doctor...
-Dispense usted, señor Holmes; no soy más que humilde individuo
de la Real Academia de Cirugía.
-Y hombre de espíritu bien cultivado, indudablemente.