-Justo -exclamó Holmes-, médico rural, lo que muy sagazmente
adivinó usted. Esto hace suponer que tengo razón en mis conjeturas. En cuanto a
los adjetivos, dije si mal no recuerdo, amable, poco ambicioso y distraído. Mi
experiencia me ha demostrado que sólo a los hombres de carácter amable les hacen
sus amigos regalos de este estilo. Sólo un hombre sin ambición abandona Londres
para irse a provincias, y únicamente un distraído deja el bastón, en vez de la
tarjeta, después de estar esperando una hora.
-¿Y el perro?...
-Ha tenido la costumbre de seguir a su amo llevando el bastón
en la boca. Como es de peso, el perro lo agarra siempre por la mitad, y allí ha
dejado marcados sus dientes. La quijada del animal, a juzgar por la distancia
que medía entre una marca y otra, es demasiado ancha para ser ratonero y
demasiado estrecha para ser un mastín. Podría ser... un sabueso de pelo
rizado.
Mientras decía esto se había levantado del sofá y daba paseos
de un lado a otro de la habitación, hasta que, por fin, se detuvo en el hueco de
la ventana. En la voz noté una convicción tan grande, que levanté la vista,
mirándole con asombro.
-Pero amigo mío -dije-, ¿cómo lo sabe usted tan fijamente?
-Por la sencilla razón estoy viendo al perro en la puerta de
entrada y oigo que llama al amo. No se marche, Watson. Es compañero suyo de
profesión, y tal vez me sea útil la presencia de usted. He aquí uno de los
momentos críticos del destino del hombre: cuando se oyen en la escalera los
pasos de una persona que se ha de mezclar en la vida de uno, sin que sepamos si
es para bien o para mal. ¿Qué querrá el doctor James Mortimer, hombre de
ciencia, de Sherlock Holmes, especialista en la divulgación de crímenes?
¡Adelante!
La presencia de nuestro visitante me cogió por sorpresa, toda
vez que yo esperaba ver el tipo característico del médico rural. Era muy alto y
sumamente delgado, de nariz larga y aguileña, y ojos pequeños y grises de
penetrante mirada, que se destacaba a través de las gafas con armazón de
oro.