La India ha heredado virtudes y vicios de sus ex amos
británicos. Tiene un régimen político democrático (pero los jefes de aldea
suelen ser los campesinos más ricos, y el pueblo considera que todos los
políticos son corruptos). Dos de sus estados (o provincias), Bengala Occidental
y Kérala, tienen gobiernos comunistas, pero no se ve que hayan hecho mucho más
que pintar paredes con retratos de Marx, Engels y Lenin. Predomina la tolerancia
política y religiosa (pero en varios estados hay movimientos guerrilleros que el
gobierno reprime violentamente). El sistema jurídico indio se rige por leyes
avanzadas (pero, al igual que en los EE.UU., quienes ganan los pleitos no son
los que tienen razón sino los que pueden pagar a buenos abogados). La burocracia
estatal angloindia era opresiva pero eficiente; la actual es opresiva e
ineficiente. La red ferroviaria es extensa, pero fue diseñada para un tercio de
la población actual, de modo que los trenes están sobrecargados, marchan
lentamente y, cuando salen, llegan tarde. (La población de la India se triplicó
en el curso de las seis últimas décadas.)
La India, como Brasil, es una enorme nación de contrastes violentos. La
opulencia se codea con la miseria, el progreso con el estancamiento, las ideas
modernas con antiguas supersticiones, la belleza con la fealdad, la esperanza
con el desaliento. Tanto por su territorio como por la laboriosidad, el ingenio
y la frugalidad de sus habitantes, la India podría ser una nación de gentes
razonablemente felices. Pero no podrá serlo mientras persistan monstruosas
desigualdades sociales, sigan naciendo veinte millones de indios por año, el
gobierno sólo invierta 3 dólares por año por persona en salud pública y 9 en
educación pública, y los adultos empleen más tiempo en meditar sobre la
eternidad que en leer o en capacitarse técnicamente.