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El trabajador, dejando a un lado los costales que rebosaban hebras de heno, asomó la cabeza para mirar cómo subía el carruaje hasta las rejas del castillo. Allí se detuvo: los amantes se apearon y torcieron sus pasos rumbo a los corredores, mudos y desiertos. Un hombre, cuidadosamente recatado, había subido al propio tiempo. Luego que hubo llegado al sitio en donde quedaba el cupé vacío, bajó el embozo de su capa e hizo una señal imperativa al cochero, que, viendo el rostro del desconocido, se puso pálido como la cera. Bajó luego del pescante, y, tras cortísimas palabras que mediaron entre ambos, se quitó el carrick para que con él se ocultara el recién llegado. Media hora después, los amantes salieron del castillo; subieron al carruaje nuevamente, y Alicia, sacando su cabeza rubia por la portezuela, dijo: ¡a casa! Las yeguas partieron a galope, pero... ¿a dónde iban? Torciendo el rumbo, el cochero encaminaba el carruaje al abismo, como si en vez de bajar por la empinada rampa quisiera precipitarse desde lo alto del cerro. Los amantes, que habían vuelto a cerrar las persianas, nada veían. ¿A dónde iban? De pronto las yeguas se detuvieron, como si alguna mano de gigante las hubiera agarrado por los cascos. Relinchando miraban al abismo que se abría a sus plantas. Las persianas del cupé seguían cerradas. El cochero, de pie en el pescante, azotó las yeguas; el coche se columpió un momento en el vacío y fue a estrellarse, hecho pedazos, en la tierra. No se escuchó ni un grito, ni una queja. A veinte varas de distancia, se halló el cadáver del cochero. Era el marido de Alicia.

 
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La venganza de Mylord de Manuel Gutiérrez Najera   La venganza de Mylord
de Manuel Gutiérrez Najera

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