Tras las varillas flexibles del corsé, su corazón
late cadenciosamente; ¡pobre niño que golpea con su manecita una
muralla!
¿Cuántos años tiene? Ha cumplido
veinticinco; no sé cuántas semanas, meses o años hace.
Siendo niña, una pordiosera que acostumbraba decir la buenaventura le
predijo que el hombre a quien amara sería espantosamente desgraciado. Su
marido -un banquero- es muy feliz. Alicia -así se llama- está
rodeada siempre de cortejos presuntuosos y enamorados fatuos.
Cuando va de paseo, diríase que es un general pasando
revista a sus soldados, que presentan las armas. Ella, sonriente, gozando en las
pasiones que inspira sin participar de ellas, asoma su cabeza de Gioconda por la
portezuela del cupé y saluda con la mano enguantada o con el abanico a
los platónicos adoradores de su cuerpo. El hombre a quien saluda con los
ojos no es conocido aún.
¿Será honrada? ¿Será honesta? Las
mujeres la miran con desprecio y los hombres la cortejan. Nadie podría
decir quién es su amante o quién lo ha sido, pero todos tienen la
certidumbre de que alguno lo será. La Iotería no se hace
aún; el número que ha de obtener el gran premio duerme en el
globo, confundido con los otros: puede ser el de aquél, puede ser el
mío, pero de alguno. La jaula está preparada para el
pájaro: en la mesita de sándalo donde Alicia toma el té hay
dos tazas. Un necio diría que alguna es la taza del amante. ¡Falso!
Es la taza del marido. Cuando el amante llegue, Alicia y él
beberán en la misma taza, como Paolo y Francesca leían en el mismo
libro. Después la harán pedazos o la arrojarán al mar
-¡como el rey de Tules!