Mas he aquí que una noche llega al salón de
Alicia un joven soñador y le dice al oído:
-¡Cómo se parece usted a mi primera novia! Ella
era baja de estatura y usted es alta; ella era moren y usted es rubia; ella
tenía los ojos negros, los de usted son verdes; pero yo la amaba; yo amo
a usted y en esto se parecen.
Dos horas después, Alfredo era amante de Alicia. El
huésped prometido había llegado. El banquero continuaba siendo muy
feliz.
Ayer, mientras el marido terminaba su correspondencia, Alicia
salió en el cupecito azul tirado por dos yeguas color de ámbar.
Los pocos ociosos que desafiaban la lluvia en la calzada vieron que el cupecito
proseguía su marcha rumbo a Chapultepec. ¿Qué iba a hacer?
Los grandes alcahuetes, moviendo sus cabeza canas, se decían en voz baja
el secreto. Las yeguas trotaban y el coche se perdió en la avenida
más umbrosa y más recóndita del bosque. Alfredo
abrió la portezuela y tomó asiento junto a la hermosa codiciada.
Llovía mucho. Quizá para impedir que el agua entrase, mojando el
traje de Alicia, cerró Alfredo cuidadosamente las persianas. Si alguno
erraba a tales horas por el bosque, pudo decir para sus adentros:
¿Quiénes irán de dentro del cupé? Afortunadamente,
cada vez arreciaba más la lluvia, y sólo un pobre trabajador,
oculto en la entrada oscura de la gruta, pudo ver el cupé que continuaba
paso a paso su camino, subiendo por la rampa del castillo. Las ancas de las
yeguas, lavadas y bruñidas por la lluvia, parecían de seda color
de oro.